Por VictorHugoMaini@gmail.com
En un Paraná deslizándose a ritmo de zamba frente a la costa rosarina, aprendí a nadar temprano en un pedacito de agua, entre arena, barro y sombrillas de sauces. Si bien barcos de ultramar, navegando despacio a contracorriente, me indicaban que el agua de mi pileta desagotaba en el mar, ignoraba, en aquel momento, que todos los ríos hacían lo mismo.
Mis odiadas matemáticas me perseguían fuera de la escuela, estaban hasta en conversaciones domésticas. En Río Cuarto vivía un pariente lejano, ex combatiente de la segunda guerra mundial, cuyo padre había muerto en la primera. Interesado en saber sobre dicha historia, me respondían con evasivas, no tenía sentido contestarle a un niño sobre un tema tan lejano en tiempo y espacio. Las miradas esquivas de los adultos, acompañadas con largos silencios culposos por pertenecer a una especie capaz de utilizar su inteligencia para masacrar semejantes, generaban en mí una sensación contraria a la buscada. Había algo extraño en el ambiente, un miedo militarizado, una niebla sutil, un humo de hielo seco generado en invisible guerra fría.
Era necesario volver a creer, volver a empezar. El arte, otra vez, se encargó de intentar la utopía, en esta ocasión lo hizo mediante una expresión musical. Un grupo inglés inventó canciones sin culpas, sin pasado, melodías alegres, generadoras de renovadas sensaciones placenteras junto a un genuino apego al milagro de la vida, su ritmo se metía sin permiso por los pies para instalarse en el corazón, cantaban en otro idioma, sus voces eran un instrumento más. El choque generacional nunca fue tan visible, una sociedad engominada y gris se fue mechando con pelos largos, camisas floreadas y zapatillas.
Sin embargo, mi patria infantil estaba llena de historias contadas por voces con poder emocional, los cuentos inventados por mi abuela, orales calmantes capaces de hacerme dormir la siesta, el vals “Desde el Alma” tarareado por mi madre mientras me peinaba para llevarme al colegio y también, aunque me costaba admitirlo, letras de mi archienemigo, el tango. Era inexplicable sentir nostalgia de lo no vivido al escuchar a Floreal Ruiz fraseando “Yuyo Verde”, cuando no había perdido aún las plumas de mi nido. ¿Por qué sentía empatía con Gardel al escucharlo cantar “Viejo Smoking”, si nunca había usado un traje? ¿Cómo explicar la angustia que me transmitía Miguel Montero al contar cantando la historia de su antiguo reloj de cobre, si no tenía ni la menor idea de lo que significaba estar endeudado?
Por suerte un flaco surrealista, junto a otros pioneros, supieron predicar con el ejemplo, enseñaron que había todo un idioma disponible para decir todo lo que sentíamos y pensábamos. Fueron los responsables directos de injertar lo nuevo en el tronco madre, dejaron de imitar, optaron por adaptar, sin perder la fuerza de lo revolucionario el blues en castellano de Manal junto al rock nacional de Vox Dei, no sólo me partieron la cabeza, también me devolvieron la identidad.
Hace unos días, mientras mateaba sobre la barranca, sitio en donde todavía disfruto de ser yo mismo, mi progresiva adicción al maldito celular me reveló una triste noticia, la partida de Willy Quiroga, hecho que asocié a la reciente muerte de Javier Martínez, ambas pérdidas ocurridas en la última vuelta alrededor del sol, viaje en el cual perdimos a dos pasajeros necesarios para humanizar la desquiciada nave infernal en la que viajamos por el espacio.
Siempre temí el avance de la nada, la soledad no deseada, aquella que nos priva de un par de pupilas en donde reconocernos, la que perturba con su sordera producidas por el eco de los gritos de nuestra propia impotencia. Tipos que me enseñaron que no había que tener un auto, ni relojes de medio millón, que sólo bastaba con no tener jugo de tomate frío en las venas para que alguien te pudiera amar, me alejaron del vacío existencial, del intento suicida de escaparse de uno mismo, aprendí con ellos, que sólo sé que sé querer, que tengo dios, que tengo fe, que doy amor y puedo ser. Ambos artistas, más que músicos, fueron como mis hermanos mayores, vanguardistas en un sendero nuevo, enriqueciendo el camino viejo. Es difícil que se vayan para siempre quienes supieron perfumar el aire con tantas melodías.
Otra vez me enfrenté al misterio eterno, será que todo concluye al fin, que todo termina, ¿o las almas, como ríos de emociones, volverán a donde salieron para comenzar a correr de nuevo? Luego de colgar mi pregunta en la primera estrella encendida adentro de mi parcela de cielo, emprendí el regreso, lo hice silbando un viejo tango en ritmo de blues y armónica.
Que placer, excelente relato. Invito a releerlo y encontrar en cada frase lo que a veces no sabemos expresar.
Gracias, Ana. Lo mismo pensé. Por eso levanté la nota de este autor a quien no conozco.