MURIO AQUI UN FUNDADOR DE LA GUERRILLA

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Hace medio siglo había vivido en Villa España. En los últimos años, vivía cerca por la zona de El Pato. Su hija, Laura, es una militante social cuya participación fue registrada en un video que este CIB compartió hace días en una nota sobre el coronavirus y la pobreza.

En mayo de 2019, el periódico Tres Límites Unidos (de El Pato) dio cuenta de su nombre entre los principales actores de la historia de la Cooperativa al cumplir 35 años.

JUAN CARLOS CIBELLI (7 de octubre de 1935 – 20 de mayo de 2020)

de las Fuerzas Armadas de Liberación

Por Ariel Hendler *

Aunque no sea un hecho muy recordado, los bombardeos del 16 de junio de 1955 incluyeron entre sus objetivos al Departamento Central de Policía, tal vez porque los marinos alzados contra Perón lo consideraban uno de los bastiones del poder justicialista. A sólo dos cuadras de allí, en Alsina y San José, funcionaba la sucursal 16 del Banco de la Provincia de Buenos Aires, y Juan Carlos Cibelli oyó los estruendos de la artillería aérea como si las bombas hubiesen explotado adentro del banco. Cibelli, como tantos jóvenes de provincia, había llegado unos meses antes a Buenos Aires, a probar suerte, y de hecho trabajaba en ese banco desde hacía muy poco tiempo. Nacido y criado en Henry Bell, un pueblito vecino de Chivilcoy, todavía no había cumplido los 20 y ya era un hombre corpulento, de risa fácil y sonora, y muy miope, con dioptrías de 16 en un ojo y 17 en otro. Era hijo de un chacarero conservador y una maestra de escuela, y aunque no se hacía demasiadas ilusiones sobre las intenciones de los golpistas, tampoco vivió el quiebre institucional y la asunción posterior de Aramburu y Rojas como la peor de las tragedias.
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Cibelli tenía bien fresco el recuerdo de la rutina por el duelo nacional obligatorio a raíz del fallecimiento de Evita, que había tenido que cumplir tres años antes, cuando era escolta de la bandera en la Escuela Normal Mixta de Chivilcoy, donde cursaba el Magisterio. Durante más de un mes, cada tarde, el abanderado, la escolta y algunos maestros debían marchar después de clase con el crespón negro sobre el guardapolvo blanco hasta la plaza principal, donde se había montado una escenografía de velorio sin ataúd. Allí se quedaban casi una hora en posición de firmes junto al retrato de la malograda Jefa Espiritual de la Nación, acompañando en el sentimiento al Intendente, al jefe del Partido Peronista, a la jefa de la Rama Femenina y al secretario regional de la CGT. El ritual tuvo las consecuencias previsibles: “Me hice gorila para toda la vida”. Es que, si bien simpatizaba con las conquistas sociales de esa época, su naturaleza lo hacía rebelarse contra cualquier signo de autoritarismo, y en ese sentido el peronismo provinciano de Chivilcoy le resultaba cavernario.
En la pensión de la Avenida de Mayo al 1400, donde vivía, Juan Carlos tuvo los dos encuentros que determinaron su vida. Allí conoció a Rosa Irma Acuña, la cocinera casi diez años mayor que él con la que empezó a salir y de la que jamás se separó. Por otra parte, un compañero de cuarto, un taxista apodado Gaona, lo invitó a concurrir a unos cursos de formación política que organizaba el abogado Silvio Frondizi, intelectual marxista por la libre y autodidacta, fundador del Movimiento de Izquierda Revolucionaria Praxis, o MIR-Praxis, y hermano del máximo dirigente de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), Arturo Frondizi.

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//Instituto Geográfico Militar, 16 de Junio de 1962//

La armería estaba en el medio del terreno: había que arrastrarse unos cincuenta metros en la oscuridad. Fueron entrando de a uno. Los dos Jorges tenían que quedarse agazapados junto al paredón, del lado de adentro. Arregui, Salinas, un canillita de Constitución y Silvia, una militante de Témperley, se ocultaron debajo de un acoplado en medio del jardín con la misión de actuar si llegaba a pasar alguien o se despertaba el único suboficial que dormía ahí cerca. Villa y Cibelli fueron hasta la armería, y no es un detalle menor que los dos hombres con más peso en la Organización hayan sido los que tomaron el mayor riesgo. Llegaron, abrieron con la llave y entraron con una linterna (“era de mi suegra, se me ocurrió pedírsela a último momento”, cuenta Juan Carlos). Metieron en los bolsos todas las armas que pudieron cargar: dos ametralladoras Halcón, tres PAM y cuarenta y cuatro pistolas Colt 45, más lo que pudieron llevarse de munición. Tardaron un cuarto de hora en hacerlo. Salieron con cuatro bolsos colgados al hombro. Villa empuñaba una de las ametralladoras como para amedrentar a algún colimba que pudiera cruzarse en el camino. Pero no se les cruzó nadie. Antes de irse, dejaron caer la pista falsa: un boleto de tren picado en la estación José C. Paz, donde había un barrio de viviendas de militares mayoritariamente “azules”. (…) Así, con recursos mínimos y un plan más o menos atado con alambres, aunque con muchísima audacia, se acababa de consumar el primer episodio de “guerrilla urbana” en la historia argentina reciente. Fue exactamente un año, dos meses y trece días antes que el asalto al furgón pagador del Policlínico Bancario por el Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara, el 29 de agosto de 1963, que suele ser considerado el primero por los historiadores.
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A las tres de la mañana del 5 de abril de 1969, sábado de Gloria, el jeep y el camión verde oliva, con doce personas a bordo vestidas con uniformes de combate, entraron en Campo de Mayo por la Puerta 4. Bastó la presencia de Henríquez en el asiento del acompañante del jeep, con uniforme de fajina y tachas de teniente coronel, para que los centinelas les hicieran la venia y los dejaran pasar. El Tordo Henríquez tenía 38 años, físico de rugbier y un vozarrón potente, y conocía bien las órdenes de mando. Los vehículos pasaron con facilidad otros dos puestos de control y penetraron cuatrocientos metros hasta el vivac del R1, donde redujeron a los pocos suboficiales y colimbas de guardia. “Henríquez les decía que era el teniente coronel Luzuriaga y que venía a hacerse cargo de la guarnición porque había un golpe de Estado. Estuvo brillante cagando a pedos a todo el mundo”, cuenta Cibelli, que también participó, a pesar de su discapacidad visual empeorada por la oscuridad. Con tiras de sargento, él se encargó de calmar a los zumbos, diciéndoles que se quedaran tranquilos porque podría escapárseles un tiro, mientras Peralta y Caravelos los ataban de pies y manos (les quedó para siempre un chiste interno: “atando cabos”).
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Desde el primer momento de la Organización, todos empezamos a prepararnos para la tortura, porque partíamos de la base de que iba a aparecer tarde o temprano. Sabíamos que era imposible no hablar, y que no se podía culpar a nadie por eso. Lo único que teníamos que hacer, entonces, era aguantar al menos un día sin hablar, porque nuestros mecanismos de control de citas eran muy estrictos, y si alguien no llegaba a estar un día donde tenía que estar, se levantaba todo”, cuenta Cibelli, que en esa circunstancia difícil tuvo oportunidad de poner en práctica ciertas técnicas ideadas para sobrellevar las sesiones de picana: “Había que gritar más fuerte en los lugares donde te dolía menos, y menos donde te dolía más. Cuando me la daban en la cabeza del choto era terrible, parecía como si un ratón te estuviera comiendo la cabeza, te la revienta, y me la banqué. En cambio, cuando me la daban del culo para atrás, en la nalga, o en las tetillas, pegaba unos gritos terribles, entonces me la seguían dando ahí”. Así aguantó la primera jornada sin abrir la boca o argumentando que no tenía idea de nada, y al final le dijeron que quedaba libre por falta de mérito. Pero salió del Departamento de Policía sin hacerse muchas ilusiones, y su presunción se confirmó: afuera lo estaban esperando para meterlo adentro de un patrullero apenas pisó la vereda, y lo llevaron a San Martín, donde quedó a disposición del juez Luque. “Ahí siguió la biaba, pero legal”, cuenta.
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El maratón callejero de ese día empezó bien temprano a la mañana y duró cuarenta y ocho horas, ya que Cámpora había decretado una amplia amnistía para presos políticos, y la marcha al penal de Villa Devoto por la noche, para exigir la liberación inmediata de todos ellos y la de otros que no habían sido incluidos en la nómina, concluyó al día siguiente, cuando llegaron en avión los liberados de Rawson. (…) Pero aun en medio de la euforia, algunos pocos, como Cibelli, eligieron no dejarse encandilar: “Cuando salimos de Rawson, todos estaban como locos gritando consignas, cantando, haciendo el signo de la victoria a las cámaras. Yo me di cuenta de que estaban todos los servicios del país escrachándonos para volver a caernos encima a la primera de cambio; traté de escabullirme por atrás y pasar lo más desapercibido posible”. Coherente, como de costumbre, se mantuvo en esa actitud durante los siguientes diez años, y algo más, por las dudas. Podría decirse que lo efímero, casi ilusorio, que resultó el gobierno de Cámpora, demostró, retroactivamente, que el Ciego veía bien.
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Ya en el siglo XXI, comenzó a militar en movimientos sociales y fue uno de los fundadores, a mediados de 2001, del Movimiento de Unidad Popular. Hasta hoy sigue adelante con sus emprendimientos económicos autogestivos que dan trabajo a decenas o centenares de personas, según las épocas. Como la Cooperativa El Progreso, en La Plata, que se inició con un grupo de mujeres que fabricaban tortas y dulces y logró transformarse en una pequeña empresa alimenticia que produce artículos de repostería en una planta industrial construida por ellos mismos. “En este lugar están resumidos todos los ideales que teníamos cuando fundamos la Organización”, asegura Cibelli, mientras enseña, orgulloso, las instalaciones y explica que allí todos trabajan por igual y cobran lo mismo. Una sociedad algo más justa, nada menos.

Cibelli, Hendler y Sergio Bufano, en la presentación del libro de donde fue tomado este texto
  • Hendler, Ariel: La guerrilla invisible. Historia de las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL). Ediciones B, 2010. (fragmentos)

El libro puede consultarse en la biblioteca del EMVJ, 147 c/ 12.