MERIENDA LITERARIA CON SILVINA POTENZA

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(CIB) Como ya anunciara este medio, este domingo tendrá lugar otra merienda literaria, con el nivel que acostumbran tener sus anfitrionas Patricia Lob y Nadia Roa.

Este domingo será el turno de la visita de Silvina Potenza, quien compartió con este CIB otra muestra de cómo escribe, un adelanto exclusivo.

“COMO EL SOL DE LA MAÑANA”

(Un encuentro entre Fernando -Ferran- Farragut, uno de los protagonistas, y su padre, Ricardo, con quien tiene una acalorada discusión)

Ricardo llega a su casa totalmente consternado. Apenas saluda a su esposa y ella lo nota extraño. Cuarenta años de matrimonio no eran en vano: conocía a la perfección cada una de las caras y gestos de su marido, y ese día lo que traía consigo no eran problemas de trabajo. Le preparó un café y fueron juntos al living.

—Ricardo, ¿qué sabés de Fernando? ¿Venía a casa?

—No tengo idea, pero necesito hablar con él urgente.

—¿Pasa algo?

—Sí, pasa. Pero nada que pueda contarte ahora. Llamalo, por favor.

—Sí, querido, enseguida —Ana tomó el teléfono celular y marcó el número de su hijo.

—Hola, Fer, querido, ¿dónde estás?

—En el shopping, mamá, con Pato.

—¿Venís para casa?

—No sé, capaz que comamos acá, qué sé yo. ¿Por?

—Solo quería saber a qué hora volvías, voy a comprar comida, para calcular nomás.

—Ah, bueno, no te preocupes por mí. Te veo más tarde, ma.

—Dale, hijo, un beso. Ah, papá necesita hablar con vos, tratá de no llegar tan tarde —Ana dejó el móvil sobre la mesita del living y se dirigió a su marido:

—¿Qué es eso tan importante que tienen que hablar y no puedo saber, Ricardo?

—Cosas de hombres, Ana, y las tenemos que arreglar nosotros.

—Ah… “cosa de hombres”. De dos hombres que nunca pueden hablar civilizadamente porque terminan en discusiones y a los gritos. Ricardo, no me vengas con pavadas.

—Ana, por el amor de Dios te lo pido, dejame en paz, ¿querés?

—Estás nervioso.

—Sí, estoy nervioso, vaya novedad. Te lo pido bien, no quiero enojarme más, no la empeores vos ahora.

—Está bien, entiendo. Mejor me voy a ver la novela… aunque a decir verdad, como siempre, la realidad supera a la ficción, ¿no, ingeniero?

—Hasta mañana, querida.

—Chau, Ricardo. Y haceme un favor: cuando hables con tu hijo, traten de no discutir, no soporto sus peleas.

—Quedate tranquila, descansá.

Desde el dormitorio, Ana escuchó cuando Fernando había llegado. Tenía la costumbre de entrar en la casa cantando un tema de Queen, su banda preferida. “We are the champions, my friend / And we’ll keep on fighting till the end / We are the champions / We are the champions…”1

—Hello, daddy —saludó Fernando con una despreocupada sonrisa.

—Ferran, dejá a Freddie Mercury y a tu estúpido inglés de lado y vení a mi escritorio, necesito hablar con vos muy seriamente.

—Eh, qué mala onda, che. “Hola” primero, ¿no? “We are the champions, we are the champions”… Ya voy, aguantame que tengo que ir al baño.

Unos minutos después, displicente como cada vez que su padre le proponía hablar, Fernando se acercó a él.

—Papá, decime, soy todo oídos.

—No, yo no. Decime vos. ¿No tenés nada para contarme?

—¿Yo? No, ¿por? ¿Pasa algo?

—Ferran, por favor, hijo. Necesito que te sinceres. Quiero ayudarte.

—¿Pero ayudarme a qué, papá? Estoy bien, sobrio, fui a la empresa, no trasnoché, no pasa nada. —¿No pasa nada? ¿Estás seguro?

—Sí, papá. Ah… si vas a volver otra vez con el tema de la facultad…

—No, aunque no estaría mal tampoco. Hoy hablé con Pía.

—¿Qué?

—Hablé con ella y me contó todo.

—¿Todo? ¿Qué todo te contó, papá?

—Ferran, está embarazada. Y me dijo que el bebé es tu hijo. Quiero escucharte a vos ahora. ¿Es así? ¿Vos embarazaste a Pía?

—¡Pero qué sé yo, papá, si la embaracé o no! Nos acostamos algunas veces, pero no pasó de ahí. Y ahora me viene con el cuento de que está embarazada y de que está enamorada de mí. Sabés cómo soy, yo no me caso con nadie. Disfruto a mi manera. ¡No quiero saber nada con esto, papá!

—Pero, Ferran, ¡sos un Farragut! Si ese bebé es tuyo, tenés que hacerte cargo y de esa pobre chica también.

—¿Pobre chica? Está bastante crecidita y su buena cagada se mandó. Ella me dijo que se cuidaba, yo confié y me engrampó.

—No podés hablar así de una mujer. —¡Qué no voy a poder! ¿No te diste cuenta de que lo único que quiere es plata, papá?

—No hables así, es la hija de Josep. Su padre era una excelente persona.

—Sí, su padre, pero ella no. Desde que entró a la empresa empezó a tirarme onda, que el perfume, que los escotes… qué querés viejo, yo no soy de madera. La pasamos bien juntos, no te digo que no, pero de ahí a cargarme con un pibe, no, viejo, no…

—Me dijo que le propusiste abortar.

—¿Qué? ¿Eso también te dijo? Yo nunca usé esa palabra. ¡Pero esta pendeja qué mierda tiene en la cabeza!

—¡No hables así de la madre de tu hijo, Ferran! Acá no hay mucho para discutir. Vamos a arreglar esto de una vez.

—¿Arreglar qué? ¿De qué me hablás, papá?

—Mirá, Ferran. Sos mi hijo y todavía vivís en mi casa. Y mientras estés acá y sigas siendo un mantenido, vas a hacer lo que yo te diga. Primero, le vas a pedir disculpas a esa chica por las atrocidades que dijiste y después vas a ir con ella a su casa para comunicarle la fecha de casamiento.

—¿Fecha de casamiento? ¿Vos estás loco, papá? —reclamó Fernando, incrédulo y a los gritos—. Ni en pedo me caso. ¿Qué querés? ¿Que sea un tipo infeliz toda mi vida como vos? ¿Un tipo que nunca tuvo huevos para jugarse por la mujer que quería y se la pasó de cama en cama haciendo infeliz a la madre de sus hijos? ¡No, papá, no! ¡Ni se te ocurra! ¡Conmigo no!

—¡Ferran, estás hablando con tu padre! ¡Más respeto!

—¿Más respeto? ¡Papá, dejate de joder…! O te pensás que no me acuerdo de la cantidad de noches que no venías a dormir. Y yo preguntaba por vos y mamá me decía “está en una reunión de trabajo”. ¡Claro! ¡En una reunión con la secretaria en una habitación de hotel! Pobre, las lágrimas que gastó por vos y no te merecías ni una… No, papá, no. Yo no voy a hacer nada de eso. Por eso, no quiero ataduras, no quiero compromisos y mucho menos voy a querer un hijo en estas circunstancias.

—¡Ferran Farragut! ¡Sos un hombre! ¡Hacete cargo, carajo, de las cosas que hiciste! Y, si tanto te dolió la historia con tu padre, ahora no repitas vos lo mismo —sentenció Ricardo con una voz tan potente que traspasaba las paredes. Por unos minutos reinó el silencio—. Calmate, hablemos.

—¡No me calmo una mierda, papá! Y dejame de hinchar las bolas, ya veré yo qué cuernos hago con todo esto. Vos no te metas, es mi vida, ¿entendés? ¡Mi vida! Y con mi vida, hago lo que se me cantan los huevos, ¿fui claro?

Ricardo, en silencio y con una mirada de fuego, observó a su hijo al tiempo que sentía un sudor frío correr por su espalda y se le aflojaban las piernas. Un dolor profundo que nacía desde lo más hondo de su cuerpo se apoderaba de él y se expandía hacia su brazo izquierdo. Miró una vez más a Fernando, como pudo, como implorando su ayuda, pero ni una palabra salió de su boca. Se tomó el pecho y cayó desplomado al piso.

—¡Papá! ¡Papáaa! ¿Y ahora qué? ¡Reaccioná, papá! —entre lo acalorado de la discusión más lo imprevisto que terminaba de pasar, Fernando no sabía qué tenía que hacer primero. Mientras intentaba despertar a su padre, llamaba a su mamá a los gritos (…)