LIBROS: CRISTINA CUESTA

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(CIB) Este domingo 21, en el tercer encuentro de las Meriendas Literarias que llevan adelante Patricia Lob y Nadia Roa, presentarán a una prolífica autora, quien ha compartido con este medio 70 páginas con uno de sus relatos.

Para conocerla y oírla bastará acercarse al bar La Epoca (7 N° 4791, casi 148) en cuyo primer piso se podrá consumir algo mientras se disfruta de un clima y decoración ad hoc, como ya acostumbran a empeñarse las anfitrionas.

La Epoca, 7 y 148, frente a la plaza San Martín

La autora y su obra

Cristina Fernández Cuesta nació en Buenos Aires en el seno de una familia española. Estudió en el colegio Divina Pastora, de Mataderos, donde adquirió su pasión por la lectura: se recibió de bachiller con orientación en  letras.

Cursó la carrera de psicóloga social. Es coordinadora del taller literario para mujeres privadas de  libertad en la cárcel 40 de Lomas de Zamora junto a Sebastián Armendano (escritor privado de libertad). Fue una de las fundadoras del Corredor Literario en cárceles bonaerenses, con el lema Cambiar una faca por un libro.

Publicó Banga y Miércoles de Ceniza, cuyas historias transcurren entre Argentina y España, presentados en 2018 y 2019 en el Centro Orensano de Buenos Aires,

A finales del 2019 salió su tercera novela Nunca nadie me ha amado más. Las tres, adquiridas por Penguin Random House bajo el nombre de Debajo de los castaños y Lazos de amor, con el sello de SELECTA.

En 2020, integró la antología de Librománticas Florecer en otoño con su cuento Dos vidas conmigo. En la actualidad, completa las estaciones con Postales de invierno.

Participó de la Pluma Romántica y de Creativaleph. Junto al periodista y colega Mariano Rodríguez integran el café literario Historias que dejan marcas.

Tu infierno o el mío es su cuarta novela, recién presentada y cuya primera edición ya está agotada.

Así escribe:

Dos vidas conmigo

Por Cristina Cuesta

Sergei Demidov abrazó a Katerine Rabinovich deseándole la mejor de las suertes. El avión partía en breve para Moscú. Se miraron como si fuera la primera vez. Muchas cosas habían pasado. Demasiadas como para permitirse reincidir. Lo de ellos ya era historia.

Así, sin mediar palabra, ella caminó hacia su próximo destino, mientras que a él lo esperaban los cálidos brazos de su amada Amm.

FIN

Editorial Casanova, buenas tardes —respondió la recepcionista.

—Buenas tardes, Jazmín, habla Amalia. ¿Se encuentra la señora Olga?

Sí, ya la comunico.

—Hola, Olguita, ¿cómo estás?

¿Cómo querés que esté? ¿Qué es ese final? ¿Me estás jodiendo? —contestó encolerizada.

—Por favor, linda, es lo que correspondía.

No puedo creer que hayas decidido que terminaran separados. Tus fans no te lo van a perdonar. Además, ¿por qué Amm? ¿Era necesario que reapareciera ahora? ¡Justo con la chica a la que le pusiste tu seudónimo!

—Lo requería la historia. Él con Kate ya no funcionaban como pareja. Era momento de poner un punto final. Por otro lado, ella venía pidiendo pista desde el primer libro. Se merecían estar juntos.

No me vengas vos también con la pavada de que los personajes te hablan.

—No son pavadas. —Reí por el comentario—. Créeme cuando te digo que estoy en lo correcto.

Dejemos la discusión para mañana en persona. ¿Te parece almuerzo a las 13 horas en el restó Italiano?

—No sé. Aún estoy recuperándome —comenté a sabiendas que era una excusa.

Ya pasaron quince días de tu aborto. Creo que es hora de que retomes tus actividades.

El silencio se hizo lastimoso e insoportable. Era la cuarta vez que pasaba por esa situación. Después de siete largos años de casada, la maternidad era una cuenta pendiente en mi vida.

—Gracias por estar conmigo en ese momento. Con el tema que Paul viaja por largos períodos, suelo atravesar sola estos inconvenientes.

Tu esposo, el prestigioso ingeniero, ¿no regresó aún? —preguntó sarcástica.

—Tiene para una semana más. No tenía sentido que cortara su trabajo. Él aquí nada podía hacer para evitar lo sucedido, y ya estoy bien. —Me sentía responsable por no poder darle un hijo, y la adopción no estaba en sus planes.

Hay otras cosas más importantes además del trabajo. Como estar en momentos difíciles al lado de la persona amada.

—Me parece que sos vos la que debería escribir una novela romántica. Está sobrevaluado el tema de que las mujeres necesitamos un hombre al lado.

Vi tu cara cuando el médico dijo que habías perdido el bebé. Estuve ahí tomándote la mano. No me digas que no hubieses preferido que estuviese él.

—Yo… yo… Nos vemos mañana.

Al día siguiente, me costó salir de casa. A lo largo de los años, ese lugar había pasado a ser mi fiel refugio, al igual que la cabaña de la costa. Solía ir cuando necesitaba enfocarme a pleno en la escritura. Siempre el mar me había subyugado e inspirado.

Al ingresar al restaurante a las 13 en punto, divisé a Olguita del otro lado del salón.

—Buen día —saludé con sincero aprecio. Esa mujer era más que mi editora. Había enjugado mis lágrimas en las peores situaciones.

—Te ves hermosa, Amalia —respondió, mintiendo por el solo hecho de hacerme sentir mejor.

—Aquí estoy. Empecemos —dije esperando un rosario de críticas por cómo finalicé la trilogía.

—Antes, quiero que hablemos de vos. Sé que estás atravesando un momento complicado. Creo que es hora de que vayas buscando un terapeuta. Está a la vista que no comés lo suficiente. No atendés mis llamados ni respondés los mail. Las veces que logro ubicarte estás durmiendo.

—Te agradezco la preocupación, es solo una etapa. Pronto estaré bien —afirmé con fingida convicción.

—Ambas sabemos que necesitás ayuda. Con tu marido no podés contar. Es bien sabido que él…

—Olga, por favor. Hace siete años que estoy junto a ese hombre. Me ama y, a pesar de nuestras diferencias, lo amo con locura. Cuando me casé, sabía lo importante que era su trabajo. Siguió los pasos de sus padres. La familia Nescovic es bien conocida dentro del ámbito farmacéutico.

—Ni menciones a esos viejos. Los vi dos veces en mi vida y fue suficiente. No tuvieron más hijos para no perder tiempo en trivialidades, como hacer el amor. —Reímos por su ocurrencia. Conociéndolos, no distaba mucho de la verdad. Cualquier demostración de afecto era mal vista en esa casa. Hasta reprobable diría yo.

—¿Cuándo tenés pensado que presente mi novela? —dije cambiando de tema.

—Me gustaría en otoño. Andá avisándole al erudito que tenés por esposo. Con un poco de suerte, tal vez venga. ¿Le seguís poniendo en sus calzones unas gotas de tu perfume? —«Olga y sus comentarios», pensé mientras sonreía.

—No es en los calzones, sino en los pañuelos. Creo que no lo nota. Lo hago para que no me extrañe cuando está lejos. Es lindo sentir el aroma de alguien conocido. Te recuerda a tu hogar, la vuelta a casa. También escondo, en alguno de los bolsillos, una carta donde le digo que lo espero con ansias, y otras cosas que no pienso contarte. Sé que hará lo posible por venir. No es que no quiera. Está comprometido con varios proyectos y se le hace difícil compaginar los tiempos. El tener varias sucursales alrededor del mundo no lo hace fácil. Además, él toma lo que hago como un hobby.

—Es increíble después de los numerosos premios que te dieron y la infinidad de invitaciones que recibís a diario.

—Lo mío no es importante. No tengo un título respetable que ostentar.

—No puedo entender, siendo tan inteligente como sos, que permitas que te desvalorice de esa manera. Me enerva tu pasividad.

La conversación estaba saliéndose de control.

—Vine hasta aquí porque me pediste hablar del libro. Enfoquémonos en eso. Mi vida privada no es de tu incumbencia. —Al terminar la frase, me arrepentí de haberla dicho.

—Bien, comencemos entonces —dijo sacando de su maletín la clásica agenda de trabajo donde había marcado los temas a tratar.

Estaba deseosa de acabar cuanto antes la reunión. Quería regresar a mi hogar, a mi notebook, a mis cosas. Aquellas que no me podían lastimar. Tenía pensado un cuarto libro con Sergei como único protagonista. Como yo le digo: «Mi salvador imaginario», solo para mí, y estaba deseosa de comenzarlo.

Los días siguientes aproveché la ausencia de Paul y me enfoqué en el nuevo proyecto. Me imaginé a ambos en un ring. Sergei era lo opuesto a mi esposo. Contextura robusta. Manos rústicas. Pelo oscuro. Ojos negros. Se parecía a un luchador Sambo. Su rostro denotaba una barba algo desprolija. Era el prototipo de macho de las estepas rusas. Podía abrazarte alzándote hasta su boca con una mano. Pensar en el contacto de su piel provocaba una excitación extrema en mí. No estaba acostumbrado a pedir permiso, tomaba lo que quería. Su vocabulario tosco y su manera parca de andar le daba un aire misterioso. En el otro rincón, mi esposo. Alto. Delgado. Rubio con rulos. Bellos ojos color ámbar. Las manos pulcras rayando la obsesión. Rostro lampiño. No suele reírse fácil, pero cuando lo hace, ilumina el lugar. Siempre de traje impecable con gemelos y traba corbata de oro con sus iniciales. Las mismas que había usado su abuelo paterno años atrás. Maletín en mano, lo porta con elegancia, celoso de su contenido.

—Amm, llegué —gritó Paul entrando a la casa.

—¿Cómo estás, cariño? —pregunté a sabiendas de su respuesta.

—Bien, prepárate que hoy está la fiesta de caridad que organizan mis padres y debemos asistir.

Me pregunté por qué debería hacerlo, si en años ellos nunca vinieron a una mía.

Me bañé primera para tener tiempo de maquillarme. Fantaseé con el hecho de que, estando en la ducha, entrara Sergei para sorprenderme. ¿Qué me haría? Y un sinfín de imágenes pecaminosas se agolpó en mi mente.

—¡Apúrate, Amalia! —dijo golpeando la puerta instándome a que saliera.

—Ya casi estoy —respondí lamentando la interrupción—. ¿Cómo estuvo tu viaje?

—Querida, podría relatarte los pormenores, pero conociéndote, te aburrirías un poco y el resto no lo entenderías.

«Bueno», pensé, «ahora también soy estúpida».

Me enfundé en un vestido largo en tonos pasteles. El bronceado del verano me favorecía. Los ojos marrones, promedio, como decía mi suegra, siempre parecían tristes. Menos mal que aún mantenía la sonrisa. Mi pelo rubio y con ondas era fácil de manejar. Aunque alcanzara solo una altura de 1,58 hacíamos una pareja perfecta. O eso dejábamos ver.

Llegamos a las 22 al salón. Es increíble como la portación de apellido te abre un montón de puertas. Después de los saludos de rigor a los cuales estaba acostumbrada impartir, decidí salir a la terraza a tomar aire. Se acercó Herman Cohelo, amigo inseparable de mi esposo. A diferencia de él, su postura desinhibida y verborrágica me robaba una sincera sonrisa.

—Amm, el día que te separes de tu esposo, recuerda que sigo soltero. —Con esa frase se aproximó para saludarme. Siempre hacía el mismo chiste, solo por el placer de provocar a Paul.

—Her, no pierdas el tiempo en tratar de conquistar a mi mujer. No eres su tipo. —Tomándome de la cintura, mi querido ingeniero marcaba su territorio.

—Amalia, ven, querida —dijo mi suegra Frederika, acercándose, más conocida como «Frede» o «la reina de las pieles». Siempre estrenaba alguna en ese tipo de eventos—. Te presento a mi buen amigo Philiphe. Es agregado cultural de la embajada francesa.

Bonne nuit, madame. —Tomó mi mano y la besó como un perfecto caballero—. Soy un lector voraz. Aunque debo reconocer que, a veces, me falta tiempo.

—Le comenté de tus novelitas. A su esposa le agrada eso de la romántica. Mi nuera firma como Amalia Amm, seguro en alguna tienda los habrá visto.

—¡Por Dios! ¿Usted es la famosa Amalia Amm? No la había reconocido. Mi señora se morirá de envidia cuando sepa que la vi.

—Por favor, Phil, no seas tan efusivo. Igual te daremos el cheque de contribución. —Rió con displicencia mientras se retiraba.

—Madame, le aseguro que para mí fue todo un honor habernos encontrado. Hemos comprado cada libro suyo. Es más, tengo uno autografiado por usted, de la vez que estuvo en París.

—Gracias, monsieur —respondí, y se retiró secundando a Cruela de Vil.

—¿Estás bien? —preguntó Paul acercándome una copa de champaña.

—Sí, por supuesto —contesté con una sonrisa. Mientras, mi mente divagaba que en ese salón, lleno de espejos y lámparas con caireles, entraría Sergei y me invitaría a bailar como solo él sabía hacerlo.

—Te noto ausente —me reclamó.

—Solo es cansancio. Todavía estoy algo débil por la intervención.

—Tenía esperanza de que esta vez lo lograrías. —Con esa frase había clavado un puñal en mi pecho. Le había fallado una vez más.

—¿Querés bailar? —pregunté esperando un sí.

—Sabés que no soy bueno en eso. Si me disculpás, tengo que seguir saludando a los presentes.

En el momento que se marchaba, mi suegro Joseph requería mi presencia.

—Amalia, quiero que conozcas a mi buen amigo David Horowitz. Trabaja en la embajada de Estados Unidos. Integra el programa de alfabetización para escuelas del tercer mundo. Esta linda chica es mi nuera. Estoy seguro de que te podrá recomendar un buen libro para que te lleves de recuerdo de estas latitudes. Ella también escribe, pero lo hace como aficionada. Como decimos los argentinos, «para matar el tiempo».

Ese fue el tiro de gracia hacia mi persona.

Entrada la madrugada, llegamos a la casa. Al acostarnos, traté de acercarme. Hacía poco más de un mes que no teníamos intimidad.

—Lo siento, Amm, estoy cansado. El viaje fue agotador y la champaña que bebí terminó de aniquilarme. —Con esas palabras, me dio la espalda y se durmió.

Esa noche me había prometido no sentir lástima por mí. Trataría de imaginarme en los brazos de mi amado Sergei. Siendo rodeada por ellos y besada por esos labios carnosos y perfectos. No podía ser de otra forma. Era mi creación. Yo lo había inventado. Conocía cada cicatriz y cada marca de su cuerpo. Me pertenecía. Solo necesitaba cerrar los ojos y él estaba ahí. Y nadie podría arrebatármelo.

Ese fin de semana decidí viajar a la playa. El sol del verano invitaba a disfrutarlo. Mi cuerpo y mi mente iban por diferentes caminos. Sabía que Sergei era producto de mi fantasía, pero el pensarlo y transportarlo a mis notas lo hacía cada día más real. Necesitaba de él. Almorzar juntos, compartir la cama, conversar por largo rato, como hacía tiempo que no lo hacía con nadie.

Mi estadía se prolongó por varios fines de semana. Paul me avisó que debía partir a Italia y prometí estar en casa a su regreso. Eso me daría tiempo para avanzar en lo mío. La nueva novela iba sobre ruedas. Debo reconocer que internalizarlo me había empoderado al punto de tener varios orgasmos con solo imaginarlo. Lo deseaba y no necesitaba a nadie más.

Las semanas fueron pasando y tuve que regresar.

Decidí esa mañana pasar por la editorial.

—¿Te acordaste de que tenés editora? —preguntó con esa manera tan particular de decirme las cosas.

—¿Sabés que estuve en la playa? Me vino bien tomarme un tiempo.

—Me alegro que lo hayas disfrutado. Sé cómo te renuevan los aires con salitre. Programé para mayo la presentación. Enviaremos las invitaciones esta semana. También estarán disponibles por las redes sociales. Estuve chequeando con nuestras lectoras más acérrimas la repercusión de ese final inesperado. Creo que tenías razón, Sergei y Amm tenían que terminar juntos.

Agradecí su sinceridad y que me lo haya dicho.

—No tenía dudas de que gustaría. Sabés que tengo un sexto sentido para esto.

—¿Almorzamos? Pago yo —dijo riendo.

—Hoy no —respondí, ruborizándome, pues quería volver a casa y seguir escribiendo, sabía que en esas páginas él me esperaba.

—¿Qué me estas ocultando? —preguntó con mirada inquisidora.

—Nada, Olguita, nada.

Esa noche, Paul había querido tener intimidad. Me fue imposible. Después de tantos años, era la primera vez que yo decía «No».

Las semanas se fueron sucediendo. Sábados y domingos no me quedaba otra opción que estar y cumplir con las obligaciones que se requerían. Como concurrir, en representación de la familia, a los eventos de caridad, del brazo de mi esposo. Organizar alguna cena para empresarios y filántropos, sabiendo que la misma debía cumplir con ciertas normas de etiqueta, como, por ejemplo, controlar el servicio de catering que se encargaba de esos menesteres. Los arreglos florales no eran un mero detalle. Contratar a los mozos y ver que la vajilla fuera la apropiada. Utilizar los platos de porcelana de la firma Royal Copenhague, cuyo diseño Flora Danica había heredado de manos de mi suegra. Copas de cristal Baccarat. Cubiertos de plata que recibimos como regalo del embajador de Holanda para nuestro casamiento, llamado Jardín del Eden, con mango replicado en hojas y flores, diseñado por Marcel Wanders.

Las mujeres quedábamos relegadas a un segundo o tercer plano hablando de hijos, comidas y trivialidades. Ninguna de ellas era mi métier. Esa vida llena de lujos y grandes fiestas, que parecía ser idílica, estaba carente de afecto por completo. Mi sonrisa parecía pintada. Sobre todo cuando sabía que Paul me estaba observando. Siempre cuidaba que mi risa no sonara demasiado ruidosa ni fingida. Hasta en eso tenía marcada la forma en que debía hacerlo. Al finalizar la velada, me dolía la mandíbula de tanto aparentar. Llorar era lo que quería. Con la misma tristeza que los payasos llevan en el alma y maquillan sus rostros para disfrazarla.

Abandonar la escritura aunque fuese por esos dos días me resultaba insoportable. Pero cuando comenzaba la semana, mi vida se transformaba. Los lunes almorzábamos juntos en ese precioso restaurante que habíamos descubierto años atrás con Olga. Los martes compartíamos un café y chocolates en una linda confitería. Los miércoles, la cita era en un lujoso shopping de zona norte. Los jueves, el cine era nuestro punto de reunión. Pero el viernes era mi preferido. Ese día lo destinábamos de forma íntegra a perpetuar nuestro amor. Sergei, «S» como yo lo digo, a través de la escritura, traspasó la barrera de la razón.

—Dolores, por favor, comuníqueme con la editora de mi esposa —exigió Paul.

—Buenas tardes, señorita. ¿La señora Olga Sánchez se encuentra?

Sí, un momento, por favor. ¿Quién le va a hablar?

—El ingeniero Paul Nescovic.

Hola, Paul. ¿Cómo estás?

—Bien, gracias. ¿Amalia está con vos? —preguntó algo ofuscado.

No, hace un par de días que no nos vemos. ¿Sucede algo?

—Traté todo el día de ubicarla y no me atiende el celular. Fui hasta casa y no la encontré. ¿Tenés idea si se vería con alguien?

No me comentó nada. Seguro estará en algún lugar que no tiene señal. Te avisaré si la ubico. —«¡Mierda! ¿En qué andás, Amalia?».

Entrada la noche, regresé a casa. Me sorprendió encontrar a Paul de smoking caminando como gato enjaulado por la sala.

—¿Dónde estabas? — preguntó de mala manera.

—Tenía cosas que hacer —respondí tratando de disimular mi nerviosismo.

—Quise ubicarte y fue inútil. ¿No recordás que hoy es la cena de gala de la fundación de mi familia?

—Perdón, se me pasó.

—Cambiate rápido que estamos retrasados.

—No iré. Estoy cansada. Discúlpame con ellos. —Y antes que pudiese esbozar algún comentario indeseado, me dirigí a la habitación a acostarme y cerré la puerta con llave. Tenía su perfume impregnado en mi piel y quería dormir sintiéndolo. Venía experimentado distintas situaciones. Lo que escribía lo sentía. Todo era tan real. No más noches en solitario. No más comidas sin compañía. Con solo desearlo, aparecía. Él estaba conmigo y no iba a dejar que nos separaran.

Me despertó Paul apenas regresó de la fiesta.

—Amm, llegué querida. Mis padres te mandaron saludos. Aunque se contrariaron cuando me vieron llegar solo. Mi amigo Herman fue el que más te extrañó. Se aburrió toda la noche sin tu presencia. Comentó que nadie es tan espontánea como vos. —Le creía. Ese mundo lleno de eruditos y sabios no era para cualquiera. Se acostó y trató de besarme.

—Tenés olor a alcohol —le repliqué y, con esa frase, lo separé de mi cuerpo.

El sábado había decido prepararme para salir el lunes hacia la costa. El día anterior había quedado con S de tomarnos unas semanas. Al comunicárselo a mi esposo, comenzó nuestra discusión.

—¿Otra vez te vas a la cabaña? —interrogó molesto.

—Estoy en medio de algo y necesito privacidad.

—¿No podés ir la próxima semana? ¿Así pasamos algún tiempo juntos, antes que me vaya otra vez de viaje?

—En este momento no tengo lugar para nosotros —contesté pensando lo que hubiese dado por haber escuchado esas palabras un tiempo atrás.

El lunes partimos cada uno a su destino. Un beso distante y frío fue nuestra despedida; Paul se iba a la oficina a organizar su semana. Yo partía alegre a encontrarme con mi felicidad.

—Buenos días, ingeniero Nescovic.

—Buenos días, Dolores. Por favor, ubique al ingeniero Herman y pídale que venga a mi oficina.

—Enseguida, señor. —Con paso apurado marchó a cumplir la orden.

—Buenos días, amigo. ¿Me llamaste? —preguntó con la boca llena mientras degustaba una crujiente medialuna.

—Entrá y cerrá la puerta —fue su respuesta adusta.

—¿De qué se trata? —Y el rostro de su buen amigo, que siempre lucía impertérrito, tomó otro cariz.

—Necesito pedirte un favor. Confío que lo que te voy a decir quede entre nosotros.

—Sabes que siempre es así. Creo que los años de amistad que tenemos dan muestra de ello.

—Creo que Amalia me engaña. —Esas palabras resonaron como una bofetada en la imponente oficina.

—No la creo capaz, y no es porque no te lo merezcas. Siempre me pregunté cómo esa mujer tan bella e inteligente podía aguantar tu destrato, y ni hablar del que le da tu familia.

—¿Tan malo soy como esposo? —preguntó deseoso de una respuesta.

—De lo peor que he visto. ¡Y mirá que conozco a unos cuantos!

—Necesito pedirte el teléfono del detective que contratamos hace un tiempo.

—¿Cuál? ¿El del caso Petrovich? Si mal no recuerdo, es Belafonte.

—Sí, el mismo.

—¿Querés que lo llame ahora?

—Mejor… ¡Pedile que venga!

La playa estaba preciosa y abarrotada de gente. Solíamos ir a un lugar más apartado. Lejos de las miradas de los demás, nuestro mundo era perfecto.

A pesar de tener manos de trabajador, con mucha dulzura desparramaba el bronceador por mi espalda. Amaba la manera en que lo hacía. Me fascinaba que me contara sus cosas y que preguntase por las mías. No era invisible para él. Conversamos largas horas entre bellos atardeceres. Disponía de tiempo y me lo brindaba sin medida. Después de mucho padecer, me sentía amada.

—Ingeniero, disculpe la interrupción. En recepción se encuentra el señor Oscar Belafonte. Dice que tiene cita con usted, pero yo no lo tengo agendado.

—Hágalo pasar, Dolores.

—Buenas tardes, Nescovic. ¿Cómo está tanto tiempo?

—Gracias por venir tan rápido. Tengo algo delicado que comentarle. ¿Cuento desde ya con su discreción?

—Usted ya conoce mi trabajo —replicó haciendo alarde de su buen desempeño.

—Lo sé, pero esto es personal y requiere una confidencialidad absoluta.

—¡Cuente con eso! —Y ahí, en medio del lujoso recinto, el ingeniero daba las instrucciones para poder develar lo que venía hacía tiempo quitándole el sueño. Algo pasaba. Y estaba dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias.

Casi dos meses nos tomó rencontrarnos. Entre los constantes viajes de Paul más mis escapadas no habíamos coincidido. Se acercaba la fiesta de cumpleaños de mi suegra y debía ocuparme del regalo. ¡Como detestaba tener que hacerlo! En los siete años de matrimonio, nunca le había gustado lo que le obsequiaba. Este año pensaba hacer algo distinto. Muy poco me importaba lo que fuera a pensar o decir. Había decidido regalarle mi última novela. La misma que en pocos meses estaría a la venta en las grandes librerías del país. De todas formas, se quejaría.

—Siéntese, Belafonte. ¿Me trajo el reporte? —preguntó ávido de noticias mientras terminaba el café.

—Sí, tengo todo aquí —dijo palmeando el sobre color madera.

—Es el resumen de dos meses de arduo trabajo. Preferí que nuestro encuentro fuera lejos de su empresa. Cuando lo abra, entenderá por qué.

Recorrió las fotos una y otra vez. Sus ojos no podían dar crédito a lo que veía.

—¿Usted me está cargando? —preguntó, ofuscado, tratando de entender lo que su mente no le permitía.

—Cálmese, ingeniero. Esto es más serio de lo que usted cree.

—Explíqueme. —Tomando las fotos, enumeró lo que cada una mostraba—. Aquí está sin compañía en la confitería. En esta, en el restaurante, almorzando, con su notebook sin nadie al lado. Aquellas, son de la cabaña que tenemos en la costa. Hay dos platos en la mesa, pero solo se la ve a ella cenando. ¿Qué significa esto? ¡Mire ésta!, en el shopping entrando al cine con unos pochoclos y sin hombres a la vista.

—Disculpe lo que voy a decirle, ingeniero. El mes que estuve siguiéndola de cerca en la costa, la vi en reiteradas ocasiones hablando sola. Nadie fue a visitarla. Solo salía de la casa para hacer las compras e ir a la playa. Lo que su esposa requiere escapa a mi ámbito.

—¿Qué me quiere decir con eso? —Se levantó enojado para marcharse.

—Ella necesita a otro tipo de profesional.

Abrí el placar y busqué qué ponerme. Quería sorprender a S con algo distinto. Era día de cine y seguro veríamos un estreno. Había pasado a la mañana por la editorial y me había traído un ejemplar de mi nueva novela. Faltaba la dedicatoria y estaría lista para obsequiarla al día siguiente a mi querida Frederika. No quería pensar en eso por el momento. Solo deseaba concentrarme en nuestro encuentro. Su brazo sobre mi hombro tocando con disimulo uno de mis senos. El reguero de palabrotas que emitiría en mi oído diciendo cuánto me deseaba. Su mano hurgando debajo de mi falda como perro en celo, esperando el viernes para sacarse las ganas de poseerme. Me traería flores como en cada encuentro y, después de conversar sobre cómo estuvo nuestra semana, me amaría sin pedir autorización.

El viernes llegó. Mi encuentro con S duró más de lo acostumbrado. Al llegar a casa, estaba Paul esperando para ir a lo de sus padres.

—¡Otra vez tarde! —fue lo primero que dijo—. ¿Compraste el regalo? —gritó enojado.

—Si, está en la biblioteca. Ya lo traigo. —Bajé de prisa con el libro envuelto para obsequiar.

—¿Esto le daremos? —preguntó con mezcla de furia y sorpresa.

—Sí, tendrá el honor de poseerlo antes que el resto —contesté orgullosa de mi presente.

—¿No sé qué está pasando con vos? —Mirándome a los ojos percibí su ira.

—¿Conmigo? ¿Será que ahora pienso en mí? —Esa noche, al regresar de la fiesta, tomé la decisión de dormir en habitaciones separadas. De un tiempo a esta parte, todo lo que dolía lo borraba. Incluso a Paul. Lo mío con él no se podía sostener.

La semana comenzaba y había muchos proyectos que llevar a cabo. Tenía unos ahorros guardados y estaba pensando en serio en irme a vivir con S. La novela progresaba a pasos agigantados. Cada vez que me sentaba a escribir, más lo sentía conmigo.

—Buenos días, con la licenciada Ana María López, por favor.

—Sí, ¿quién le habla?

—El ingeniero Nescovic. El señor Herman me dio su número.

—Señor, buenos días.

—Disculpe que la moleste temprano, pero me urge tener una entrevista con usted.

—¿Podrá acercarse a mi consultorio hoy a las 11 horas?

—Perfecto, ahí estaré. —No estaba seguro de lo que estaba haciendo. Caminaba a tientas sin saber contra qué o quién luchaba. Lo único que tenía claro era que no quería perderla.

Tomé el auto y me dirigí hasta un country de zona oeste. Siempre había tenido ganas de vivir por esos lados. Al estacionar, un agente inmobiliario me esperaba para mostrarme la casa que había visto por internet. Lamenté que S no pudiera acompañarme.

—Esta es una casa de las más pequeñas de aquí. Posee tres habitaciones. Dos baños y un tercero en suite. Cocina. Comedor. Hall de entrada. Play room. Piscina. Salón de juegos y jardín. ¿Tienen niños?

—No, aún no —respondí algo perturbada.

—Esta zona es ideal para criarlos. Piénselo tranquila con su esposo. Seguiremos en contacto —despidiéndose, me extendió su tarjeta.

Sesión 1

—Adelante, ingeniero, por favor.

—Gracias, licenciada, por recibirme con tan poca anticipación —se disculpó Paul.

—Lo escucho. —Haciendo una seña, lo invitó a sentarse.

—Verá, no sé por dónde comenzar. La realidad es que no vengo por mí. Lo hago para tratar de ayudar a mi esposa.

—Si es así, ¿por qué no está ella aquí?

—Porque creo que no sabe que lo necesita. Hace un tiempo que está distinta, como ida. Al principio, creí que sería algo pasajero. Es escritora y, cuando está terminando alguna novela, suele abstraerse de todo y todos. Con el correr de los meses, su actitud cambió de manera drástica. Es como que si no notara mi presencia. Dejamos de tener intimidad. Se va por largos periodos a la costa e incluso desaparece durante el día por varias horas. Sé que lo que hice no estuvo correcto. —Bajando la cabeza, pasó su mano por el cabello.

—¿A que se refiere? —preguntó con cara de preocupación.

—Contraté a un detective. Alguien que trabajó para mi empresa y es de suma confianza. Este es el informe —Sacando de su maletín el famoso sobre marrón, lo depositó en sus manos.

—Ya veo. —Esbozó con una mueca meneando la cabeza.

—¿Usted puede decirme qué es lo que ocurre?

—No es correcto que aventure un diagnóstico. Por lo que usted me comenta y viendo estas fotos, su esposa está atravesando una profunda depresión y utiliza como mecanismo de defensa huir de la realidad. Suele darse en situaciones extremas, cuando no se soporta el dolor emocional. ¿Ha sufrido alguna pérdida?

—Cuatro embarazos —contestó con voz ronca.

—¿Usted cree que podrá convencerla de venir?

—Lo dudo. Ella está dentro de su mundo. Un mundo que desconozco de manera absoluta y al cual no sé como ingresar. Por eso necesito de usted.

—Bien, ingeniero. Trataré de orientarlo.

—¿Cuándo empezamos? —pregunté algo inquieto.

—Ya lo hemos hecho. ¿Podrá venir este viernes a la misma hora? Consulto para agendar el turno.

—¿Este vienes? En realidad, yo tendría que viajar a… Olvidemos por el momento mi viaje. El viernes a las 11 me tendrá aquí.

Regresé a casa haciendo cuentas. El lugar que me habían mostrado me encantó. Llamaría al día siguiente a la editorial para pedir un adelanto y poder comprar la propiedad. Sería nuestra casa. Lejos de todos. Solo él y yo.

—Me enteré que pediste que te anticiparan tus regalías. ¿Qué te traés entre manos? —preguntó mi amiga la editora.

—Son temas míos. Ya lo sabrás a su debido tiempo.

—Me tenés abandonada. Pero sé de buena fuente que en tu casa no parás.

—Por lo visto, te mantienen bien informada —respondí sonriendo.

—¡Hay alguien más en tu vida! Conozco esa mirada. A mí no me podés engañar.

—Lo hay y lo conocés.

—¿Quién es?

—Es Sergei.

Compré una revista de diseño. Tenía muchas ideas en cuanto a cómo quería amueblarla. Me pregunté qué estilo le gustaría a S. Al día siguiente, cuando lo viera, le consultaría y elegiríamos juntos. Siempre juntos.

La semana transcurrió sin grandes cambios. Habían quedado en avisarme apenas me liquidaran el adelanto. Mis noches, amparada junto a su cuerpo tibio, me daba la seguridad de que era su prioridad. A pesar de no querer separarnos, mantenía mi rutina. Tenía proyectos. Era amada. Me sentía viva.

—Paul, soy yo, la editora de tu esposa, ¿estás ocupado o puedo molestarte?

Justo estaba pensando en llamarte.

—Necesitamos hablar urgente.

Lo sé. ¿Querés que me acerque a la editorial?

—No. Aquí no. Iré a tu oficina.

—Adelante, Olga. Gracias por venir. —Muy cortés, la invitó a tomar asiento.

—No voy a andar con vueltas. Amalia me tiene preocupada. Nosotros nunca nos caímos bien. No es una novedad ni para vos ni para mí. Pero a pesar de nuestras diferencias, ambos la queremos.

—Vos la querés, yo la amo —respondió con voz grave.

—Convengamos que tu forma de demostrárselo deja mucho que desear.

—Concuerdo con lo que decís y voy a necesitar toda la ayuda posible para repararlo.

—¿Desde cuando está así? —preguntó angustiada.

—Supongo que desde que perdió el último embarazo. Cuando regresé después de ese suceso, ella ya no era la misma. Con el correr de las semanas, su perspectiva de la realidad se fue desdibujando.

—¿Qué pensás hacer?

—Hablé con una terapeuta.

—Ella no irá. La conozco. Está muy conforme con el mundo que se inventó. No dejará que la saquen muy fácil de ahí.

—Iré yo. A través de mí trataré de recuperarla.

—No sé si hago bien en contarte esto. Pero vino a la editorial solicitando un adelanto para comprarse una casa. Tengo temor que, si se va sola allí, la terminemos perdiendo.

—Trata de retrasar su pedido lo más que puedas. Yo por mi parte haré lo posible para traerla a mi lado.

—Seme sincero. Con todo lo que la heriste, ¿creés que querrá hacerlo?

«Si pinto las paredes de blanco, puedo poner las cortinas de cualquier color. El diseño minimalista es el que más se apega a mis gustos. Dejé atrás todo lo remilgado, a lo cual estoy acostumbrada por obligación. Algo sencillo, simple y claro es lo quiero compartir con él. Se que estará de acuerdo conmigo. Siempre lo está».

Sesión 2

—Buenos días, licenciada.

—Pase, ingeniero. Tenemos mucho para trabajar hoy. Quiero hacerle unas preguntas. —Poniéndose los lentes, la psicóloga no quería perder tiempo.

—Por supuesto —contestó dispuesto a someterse al más crudo escrutinio.

—¿Cómo es su esposa? —Y esa pregunta tan simple no pudo ser respondida.

—Ella… Ella… No sé qué quiere que le diga.

—Comencemos con esto: ¿conoce los gustos de su mujer?, ¿tiene amigas o amigos que la rodean?, ¿lugar favorito donde almuerza?, ¿qué la pone triste?, ¿leyó alguna de sus novelas?, ¿sabe cuál es su preferida?, ¿perfume que más le agrada?, ¿flores o chocolates?, ¿colores?

—Entiendo su punto. Pero quiero que sepa que, mas allá de lo que piense, jamás le hice faltar nada y estuve atento a sus necesidades.

—Empecemos por ahí: ¿qué cree usted que le dio?

—Comodidades. Seguridad económica. La tranquilidad de saber que podía seguir escribiendo sus novelitas sin pensar en un trabajo serio. La libertad de ir y venir a donde le plazca.

—Tal vez ella tenga otro tipo de necesidades. No todo se puede comprar con dinero. Por ejemplo, esas novelitas a las cuales usted hace referencia, ¿se interiorizó por saber la repercusión a nivel mundial que tiene su pluma? ¿Usted sabía que hay un artículo en la revista Hola, de España, donde la reina Letizia nombra a su esposa como una de sus escritoras favoritas?

—No, no lo sabía.

—En el 2015, fue agasajada con el premio Man Booke International por haber publicado su obra en inglés. El año pasado, en Francia, le entregaron el premio Goncourt, elegida por la mejor novela en francés durante el año en curso, y se otorga solo una vez en la vida. Su prosa está traducida a más de diez idiomas. También pude averiguar por internet que Pedro Almodóvar solicitó los derechos para poder hacer la película del primer libro de su última trilogía llamada Tu vida por la mía.

—Por lo que veo. Usted sabe de ella más que yo —contestó avergonzado.

—Creo que debemos empezar por ahí, ingeniero. Ella no es un teorema ni una ciencia exacta que pueda estudiar de memoria. Tendrá que descubrirla. Semana próxima, ¿mismo día y misma hora?

—Aquí estaré.

Caminé sin rumbo fijo. Me encontré mirando un escaparate con ropa de bebé. No se por qué sentía esa sensación de vacío en mis entrañas. ¡Cómo deseaba acunar a un pequeño! ¿Tendría los ojos de S o los míos?

Saliendo de la consulta, me detuve en la librería Yema. Me acerqué al sector de novela romántica. Pude constatar que la mayoría de los libros de mi esposa estaban agotados. Al querer marcharme, una señora mayor me preguntó:

—¿Lo puedo ayudar?

—Quería hacer un regalo —contesté de manera rápida, sosteniendo el único libro de ella disponible.

—Eligió muy bien. Es una de nuestras escritoras más talentosas. La última parte de la trilogía estará a la venta en poco tiempo.

—Solo hallé éste. —Mostrando la portada, su título rezaba Una madre nunca olvida.

—Es uno de los primeros que escribió. Trata de una mujer que desea ser madre. Su esposo, un hombre frío e introvertido, no llega a ver lo que sufre ante cada pérdida. Lo volverá a intentar una y otra vez, ya que él no quiere adoptar. Lo hará por el amor que ella le profesa, aún sintiéndose relegada como esposa. Es fuerte y llega al corazón. No lo va a defraudar.

—Gracias por la recomendación. Me lo llevo.

Sesión 3

—Cuénteme, ¿qué pudo averiguar?

—La semana pasada, al salir de aquí, me dirigí directo a comprar un libro. Lo leí en la oficina. Una vez que empecé, no podía parar. Quedé impactado cuando habló de nuestro hijo nonato. Perdón. —A ese hombre de hielo se le había apagado la voz.

—No lo tome como algo auto referencial. Es solo una historia. Solo eso.

—No, licenciada. Puede ser que no conozca como debiera a mi esposa, pero cuando habló de las lágrimas que derramó sola en el baño, en medio de un charco de sangre, supe enseguida que lo decía por ella. Créame cuando le digo que recién estoy descubriéndola. Nunca podré reparar lo que le hice. ¡Nunca!

Habían pasado más de quince días de mi pedido a la editorial. Me habían prometido preparar el cheque a la brevedad. Recibí dos llamados de la inmobiliaria, tenían otros interesados. No me esperarían mucho más. Le dije a S que, si en esa semana no tenía lo solicitado, iría a hablar con Olga. No veía la hora de poder cerrar esa compra. Quería fundirme en sus brazos todo el tiempo disponible. Y quería ese lugar para ello.

Sesión 4

—Hábleme un poco de sus padres —lo instó la licenciada.

—Los padres de Amalia no llegué a conocerlos. Ellos murieron antes que…

—Disculpe, no me refería a los de ella. Sino a los suyos.

—Le recuerdo que no vengo por mí.

—Comprendo. Pero para poder tratar de entender a su esposa y lo que la llevó a esta instancia, necesito saber más de usted.

—Ambos ingenieros. La primera imagen que recuerdo de ellos es saliendo con sendas valijas. Siempre viajaban. Los proyectos que llevaban adelante en distintos países los obligaban a hacerlo muy seguido.

—¿Usted los acompañaba?

—¡Por supuesto que no! —afirmó de modo rotundo.

—¿Por qué? ¿No quería? ¿No le gustaba viajar? ¿No era invitado?

—No correspondía —respondió de manera tajante.

—¿Quién pensaba que no correspondía?

—Mi madre.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque la escuché varias veces hablando de este tema con mi padre. Entre otras cosas, que había sido un error tenerme. —Bajó la cabeza y sintió como afloraban recuerdos que había enterrado bajo el alma.

—¿Cómo lo trataba él?

—¿Él?… No me registraba.

—¿Por eso usted quiere complacerlos siempre? Para que lo tengan presente, ¿no? Por ejemplo, ¿siguiendo sus pasos? ¿Teme que, si no se comporta como un hijo modelo, no lo quieran?

—No tenía elección —respondió molesto.

—Siempre la tenemos, mi estimado. ¡Siempre!

Me levanté dispuesta a ir a ver a mi editora. Esa vez, no habría llamados ni aviso. Solo iría a reclamar lo mío.

—¿Qué pasa, Olga, que me tienen de un día para otro? Si es mucho problema, mi contrato finaliza con la presentación de este libro y quedo liberada para elegir nueva editorial —alzando la voz, dejaba en claro mi postura.

—Buen día, Olguita. ¿Cómo estás? ¡Hace mucho que no converso con vos! ¿Tus cosas bien? —descomprimiendo la situación, aportaba un toque de humor.

—Sí, sí, todo eso. ¿Qué está pasando?

—Tranquila. Todo está en orden. Falta una firma y le darán curso a lo tuyo. Sabés lo burocrático que son. Sobre todo cuando se trata de dinero. Te invito a tomar un café así conversamos tranquilas.

—No puedo, gracias. S me está esperando. Tenemos pensado viajar mañana a la costa.

—¿Otra vez? Disculpá que te pregunte, ¿y tu esposo?

—¿Quién?

Apenas me despedí de Amalia, decidí llamar a Paul. Le conté nuestra charla. Me agradeció que lo mantuviera al tanto y me dijo que, en breve, lo hablaría con la terapeuta. Era evidente que Amm iba más rápido que lo que él progresaba.

Sesión 5

—Con respecto a la conversación que me comentó que mantuvo su esposa con la editora, era de suponer que la enfrentaría. Está tratando por todos los medios de recrear lo que construye su mente.

—A comienzo de semana compré el primer libro de su última trilogía. Aquel que usted me comentó que lo querían para una película. Está ese Sergei del que ella tanto habla.

—Cuénteme, ¿que similitudes y diferencias encontró con el protagonista?

—¡Por Dios, licenciada! ¿Me hará pasar por esto?

—Ingeniero, el desamor y destrato que usted sufrió de niño se lo ha hecho sentir a ella a lo largo de estos años. El no sanar las heridas ha provocado este quiebre. Es hora de ir a su rescate. Su salud mental pende de un hilo. Si jala fuerte, se romperá y terminará enloqueciendo; si va muy lento, la perderá en los brazos imaginarios de Sergei.

—¿Entiende que no sé contra quién lucho?

—Sí que lo sabe. Ahora lo conoce. Deberá reconquistarla. Sorpréndala. Una cena donde cocine usted, por ejemplo. Flores, pronto entraremos en otoño y hay algunas hermosas de temporada. Invítela a una noche lejos de casa. Demuéstrele cuánto sabe de ella. Llévela a lugares donde solían disfrutar juntos. Pídale que le hable de su vida. Interésese por sus cosas. Si Sergei conquistó su mente, usted deberá ir por su corazón. Creo que con esto tiene bastante para empezar.

Saliendo de terapia, llamé a Olga. Le solicité que me consiguiera todos los libros de Amm y me los enviara a la empresa, quería aprovechar el fin de semana largo que se avecinaba para ponerme al día. Compré un teléfono con línea. Empezaría a enviarle Whatsapp y mensajes con este nuevo número. Tal vez, al crearle una nueva ilusión, volviera a fijarse en mí. A la noche, al llegar a casa, vi que guardaba su ropa en una maleta, el corazón me dio un vuelco.

—Buenas noches, querida. ¿Pensás salir? —pregunté calmado.

—Sí, mañana temprano.

—¿Puedo ir contigo?

—¡Claro que no! Seguro tendrás que terminar algún trabajo, viajar a alguna de tus sucursales o quizás alguna fiesta de caridad.

—Trabajaré por un tiempo en nuestras oficinas de Buenos Aires. No más viajes por el momento. —En ese instante, ella cerró la valija, me acerqué y, mirándola a los ojos, le pedí—: No te vayas. Podemos planear un fin de semana juntos.

Nuestras manos se rozaron, creí, por el destello que había en su mirada, que la estaba trayendo de vuelta. Ella sonrió, como lo hacía siempre. Recordé que muy pocas veces la había visto llorar o quejarse. Ante las peores situaciones, esbozaba una cálida sonrisa, aunque las palabras que salieran de mi boca la hirieran.

—Gracias, pero ya es tarde. —Y, sin más, cerró la puerta tras de sí y escuché sus pasos marcharse. Había provocado una herida tan grande en su corazón, que la orillé a huir de la realidad y vivir en su propia fantasía.

Había comenzado marzo y el clima seguía espectacular. S y yo disfrutábamos la playa que, por suerte, no estaba saturada de gente. Le pregunté qué quería almorzar. Nunca me exigía nada ni tenía preferencias culinarias. Se contentaba con tenerme. Me sentí tan afortunada. ¿Qué mujer no quisiera tener a un hombre así? El martes deberíamos regresar. Había recibido un mensaje de mi editora. Teníamos una reunión a las dos de la tarde por los derechos de la película. No quería volver, pero debía hacerlo.

El fin de semana había leído parte de su vasta escritura. Con cada libro, descubría algo distinto de Amm. Me fascinaba y subyugaba cómo maquillaba las situaciones extremas y sacaba algo positivo de cada una. Entendí que eso era lo que había hecho con nuestra relación. Siempre rescataba lo bueno de mí. Si antes la amaba, en ese momento sabía que no podía vivir sin ella. A partir de ese instante, comencé a enviarle un mensaje de texto deseándole los buenos días. Al llegar a la oficina, abrí una casilla nueva para poder mandarle mail sin que supiera quién era. Encargué que enviaran un ramo de flores a la casa. En la tarjeta no debía figurar mi nombre, solo… «Por siempre tuyo».

Sesión 6

—¿Venimos progresando? —preguntó la psicóloga.

—Se sorprendió con las flores. También le mandé mensajes de texto diciéndole que quería verla para invitarla a salir.

—¿Le respondió?

—Sí, me puso que me agradecía las flores, pero que no podía verme.

—¿Usted volvió a insistir?

—Por supuesto. Le contesté que yo la había conocido antes que nadie y que no iba a permitir que otro me la arrebatara.

—¡Muy bien! Tuvo alguna repercusión.

—Todavía no. Pero confío que la tendré. Sé que le gusta leer Katzenbach, lo dice en una de sus novelas. Tengo un amigo en la embajada de Estados Unidos y le pedí que me mandara uno de sus libros autografiados. Esta semana lo estaré recibiendo.

—¿Qué otra cosa descubrió de ella?

—Almuerza en el restaurante donde la llevé en nuestra primera cita. Lo hace tres veces por semana. A la una en punto llega, saluda a todos, brindándoles una hermosa sonrisa. Pide un plato de pasta. Sus preferidas son los ravioles de ricota con estofado de pollo. De postre, flan con crema, y bebe agua sin gas. En la mano siempre lleva su notebook y un libro para leer. Lo hace entre bocado y bocado. Ahora esta ensimismada con Un poema por Stefan. Se coloca los lentes y, a través de la lectura, se abstrae de todo. A las tres en punto, pide la cuenta con otra botella de agua mineral para llevar. Paga y se va. Camina hasta la plaza que se encuentra a dos cuadras. Le da a las palomas un par de migas que lleva en la mano. Mira la calesita y le sonríe a los niños. Se sienta debajo del roble viejo donde la besé por primera vez. Continúa con la lectura o la escritura, dando unos pequeños sorbos de agua. A las cinco, toma sus pertenencias y camina hacia el auto. De vez en cuando en el trayecto, se para en la confitería Los Deseos, de donde para cada aniversario le obsequio bombones. Se pide un cuarto junto con un café, sonríe saboreando ese permitido, casi como un pecado. Hace un par de compras para la casa, entre ellas, mis sahumerios preferidos de lavanda e incienso. Los miércoles recoge mi ropa en la tintorería del shopping. El jueves lo usa para ver en el cine el estreno de la semana. Lo hace desde la fila veinte, butaca quince, la misma que utilizábamos cuando nos veíamos los primeros meses de novios, después de la jornada de trabajo. —Al terminar el relato, un silencio se apoderó del consultorio.

—¿Volvió a contratar al detective? —consultó impaciente.

—No. La observé yo.

—Bueno, ingeniero. Es evidente que no lo olvidó. Usted sigue estando latente, aunque ella no se dé cuenta.

—Maté las ilusiones de mi mujer. La relegué a la nada misma. Para poder soportarlo, encontró como tabla de salvación la locura. Si este Sergei existiera de verdad, no me atrevería a enfrentarlo. Muy a mi pesar, permitiría que se la llevara lejos para hacerla feliz por siempre.

Era hora de partir hacia la editorial. Me entretuve contestando unos mensajes, entre ellos, lo de este tipo. ¡Quién se creía que era para hablarme así! Me invitó a salir. Decía que me conocía. Era verdad que las flores que me había enviado eran mis preferidas, pero de ahí a que me conociera…

—Pase, señora Amalia Fernández. La está esperando la licenciada Olga y el doctor Eduardo Klein —dijo la secretaria de la editorial en tono formal.

Cada vez que pronunciaban mi apellido me imaginaba que decían «otra gallega más». Por eso, había optado por firmar como Amalia Amm.

—Primero, conmigo —saludando, se anticipó mi amiga.

—Al fin, pensé que nunca me llamarían —solté la frase en tono enfadado.

—Burocracia, querida, burocracia. ¿Almorzamos después que firmes?

—Lo dejamos para otro día. Parto rauda a llevar la seña de la casa.

—Está bien. Pero la próxima no te salvás. ¿Tus cosas?

—Con S todo más que bien, solo me tienen inquieta unas flores y un par de mensajes que me envió un tipo. Dice que me conoce, que soy suya y no sé cuantas pavadas más. En fin, dejaré de contestarle.

—¡No! ¡No lo hagas! —A manera de súplica, me insistía—. Uno nunca sabe quién está detrás de esas atenciones. ¿Quizás sea tu verdadero amor?

—Ese ya lo tengo. Se llama Sergei. Y está todos los días conmigo.

—Adelante, ¡mi escritora favorita! —con esa frase me recibía el contador, la que le decía a todas las que pasábamos por su oficina.

—¡Cómo me hizo sufrir esperando este llamado! —le reproché.

—No fue mi culpa. Los papeles llegaron a mis manos recién esta semana.

Ya veía, entre él y Olga se tiraban la pelota uno al otro.

—¿Dónde hay que firmar? —Quería apurarme para llegar antes de que cerrara la inmobiliaria.

—Aquí, por favor. ¿Puedo preguntarle que hará con esa suma? —Intrigado, me extendió el cheque.

—Empezar de nuevo.

Sesión 7

—Recibí respuesta por mail de Amm —comenzó contándole Paul a la licenciada.

—¿Era lo que esperaba?

—Algo así. Si bien se niega a que nos encontremos, quiere saber de dónde la conozco. Hoy debe recibir por correo el libro que le había mencionado, el que me llegó de Estados Unidos. En el remitente le puse «Por siempre tuyo», estoy firmando así. Me siento un poco tonto haciendo estas cosas.

—¿Cómo cuáles? ¿Volver a enamorarla? ¿Dedicarle un tiempo que nunca le dio? ¿Averiguar sus gustos y satisfacérselos, aunque no sean de dinero? ¿Acaso no cree que estas pequeñas demostraciones de cariño deberían hacerlas cualquier esposo? Si quiere que lo siga ayudando, deberá ser más claro conmigo en cuanto a lo que quiere y siente.

—Me refiero a…a… esto de andar a las escondidas, jugando a los novios como colegiales. —Su voz sonaba molesta por la situación en que se encontraba.

—¿Alguna vez le dijo que la ama por sobre todas las cosas? ¿La hizo sentir que ella no tiene precio? ¿Le demostró con sus actos que siempre será su prioridad? Disculpe, ingeniero, pero me parece que el que estuvo jugando a las escondidillas en todo este tiempo fue usted.

Llegué apurada antes del horario del almuerzo. Cerré el trato de la casa del country. En breve, podríamos tomar posesión. Esperaba que me acompañara S, pero estuvo ocupado con sus cosas. No importa. Nos sobraría tiempo para disfrutarla.

—Paul, soy Olga. Tengo una noticia buena y una mala. ¿Cuál querés que te dé primero?

—Dame la buena —contesto sin mucho ánimo de chanza.

—Le picó el bichito de saber quién está detrás de las flores, los mails y los mensajes.

—¿Y la mala?

—Cerró el trato de la casa de zona oeste.

Cuando pasé por el comedor, me encontré con un paquete arriba de la mesa de entrada. Al abrirlo, me produjo una inmensa sorpresa. Era el último libro de John Katzenbach autografiado. En la siguiente hoja, decía «Por siempre tuyo».

¡Maldito seas! ¡Cómo podía conocerme tan bien y yo ni saber de quién se trataba!

Sesión 8

—Hoy me encuentro un poco contrariado —arrancó contando.

—¿Por qué, Paul? Cuénteme, ¿cómo estuvo su semana? —preguntó Ana María a esas alturas; a pesar de no tutearse, se llamaban por el nombre de pila.

—Temo que la estoy perdiendo. Está juntando sus cosas para mudarse. Le pregunté qué quería llevarse de la casa. Me dijo que nada. Que todo lo suyo cabía en dos valijas. Le pregunté si no se estaba olvidando de algo importante. Lo decía por mí.

—¿Qué le respondió?

—Lo único importante en esa casa eran los hijos que había perdido y que nada podía hacer para remediar eso.

El silencio duró varios segundos.

—Le pediré a mi secretaria que le acerque un vaso de agua.

—Sí, gracias.

Prendí la computadora. Quería chequear que los muebles que había comprado los entregaran al día siguiente sin falta. Estábamos disfrutando de nuestro pequeño paraíso anclado cerca de Luján. Solo él y yo. Él y yo. Pero cuando todo parecía estar en su lugar, ese hombre volvía a meterse. Cinco Whatsapp tenía de él. Decía que recordaba cuando mordió mi cuello frente al río y se enganchó su reloj en mi cabello. En otro, ponía que sabía del lunar que tengo debajo de mi seno izquierdo y que se moría por besarlo. En ese último, que extrañaba horrores no ver mi tanga colgada de la canilla de la bañera. ¡Por Dios! ¿Quién era? ¿Quién era?

—¡Al fin, querida! Toda la semana traté de ubicarte —dijo Olga con su característico humor.

—Perdón, estoy a full con la mudanza. Recién hoy pude empezar a ordenar los libros y el resto de las cosas.

En treinta días tenemos la presentación de tu novela y necesito definir qué le regalaremos a la gente de prensa y los invitados especiales. El lunch está listo. Estará a cargo de esa confitería que tanto te gusta.

—Los Deseos.

Sí, esa misma. La event planner me viene pidiendo el diagrama de dónde se va a sentar la gente allegada tuya. Me habla por un microfonito y escucha con esa cucaracha que tiene puesta en el oído, haciéndose la superada, increpándome que no tengo las cosas resueltas, y en cualquier momento le voy a decir que se la meta por el…

—Tranquila, Olguita. Quiero que pongas una silla para S al lado mío. Eso es todo.

—¿Estás segura?

—¡Por su puesto! El querrá compartir ese momento junto a mí.

—¿Podrás acercarte mañana por la editorial? Quiero verte.

—¿Me vas a hacer ir hasta Capital?

Sí. Mové el trasero y vení. Tenemos varias cosas que definir.

Sesión 9

—Buenos días, Paul. ¿Cómo está?

—¿Qué tal, Ana María? Hoy, algo esperanzado.

—Cuénteme…

—Estuvo respondiendo mis mails. Me agradeció el libro y los bombones que le envié. Si bien insiste que está comprometida, por las noches nos quedamos chateando por Messenger varias horas. Me pide que le cuente qué cosas recuerdo de ella.

—¿Cómo va con ese tema?

—Le cuento lo que vivimos y lo que fui descubriendo a través de sus libros.

—¿Cómo responde a sus comentarios?

—A veces, enmudece por largos minutos. Me preguntó si era casado y le dije que sí, que estaba tratando de reconquistar a mi esposa.

—¿Y ella qué le contestó?

—Que no pierda el tiempo en seguir contactándola. Que corra tras el amor perdido, porque, a veces, la vida nos sonríe y da revancha.

Miércoles complicado. En la tarde tuve reunión con mis padres. Los meses que sin viajar no pasaron inadvertidos para ellos. Sumado a eso, eran más que notorias las ausencias de Amm en las fiestas.

—Dolores, por favor, que no nos interrumpa nadie —di las indicaciones para que no nos molestaran.

—Bien, ingeniero.

—Bueno, ustedes dirán. —Me dispuse a escucharlos primero, porque lo que se venía no iba a ser de su agrado.

—Querido, estuvimos hablando con tu padre y creo que es hora de que nos blanquees qué está pasando con tu esposa. —Mi madre, la señora de las pieles, arrojó la primera piedra.

—Es un tema complejo y pertenece a mi intimidad.

—Estoy de acuerdo, hijo. Pero por desgracia, está afectando a la empresa y pasa a ser un tema nuestro —respondió el padre con suma frialdad.

—Hagamos esto más sencillo. ¿Cuánto quiere? —Frederika lo arreglaba todo con dinero.

—Mamá, no la conocés, ¿alguna vez leíste algo de lo que escribe Amm? —Me paré y caminé por la oficina.

—¡Claro que no! Por Dios. No voy a perder tiempo en eso. Le suelo dar sus novelitas a las chicas del servicio doméstico. ¿Qué tiene que ver con todo esto?

—¡Todo! —grité furioso—. Si alguna vez te hubieses molestado en leerla, entenderías qué clase de mujer es.

—Paul, hijo, seamos prácticos. Preguntale la suma y cerremos el tema entre cuatro paredes. Seguro no te costará conseguir a otra que camine con vos del brazo cuando la ocasión lo amerite. Miranos; pronto, con tu padre, cumpliremos cuarenta años de casados. Todo es cuestión de dar con la persona justa.

—Ella es esa persona. La perdí y estoy tratando de recuperarla. Es todo lo que les diré.

—Bien, dejemos lo sentimental de lado. No nos llevará a ninguna parte. Ni para ser madre sirve. Dale esto y que ponga el monto. —Sacando la chequera de su cartera Prada, cerraba el tema.

—¿Sabían que ella está dentro de las diez escritoras más ricas del mundo? ¿Que el 50% de lo que gana lo dona a los comedores infantiles? ¿Que recibió premios en España, Inglaterra y Francia, ya que sus novelas están traducidas en varios idiomas? ¿Estaban al tanto que en los cuatro abortos que tuvo a lo largo de los siete años que estuvimos juntos se encontraba sola? ¿Que, cuando prepara mi valija de viaje, pone unas gotas de su perfume en mi ropa para que la recuerde, junto con una carta? Yo la alejé. Yo la hice infeliz, y voy hacer todo lo que esté a mi alcance para repararlo.

—Entiendo. Te tiene ciego. ¿Vos no tenés nada para decir? —le recriminó Frederika a su esposo mientras rompía el cheque.

—¿Qué querés que diga? Es obvio que lo tiene agarrado de las pelotas. Te queda claro que tus acciones traerán consecuencias, ¿no?

—No me importa perderlo todo. Lo que no me voy a permitir es perderla a ella sin luchar.

Olga me hizo atravesar media provincia y media capital. Podíamos haberlo resuelto por teléfono. No me gustaba salir de casa. El último paquete que había recibido de parte de «por siempre tuyo» era mi perfume favorito, el 5ta. Avenida de Elizabeth Arden. Decía: «¡Feliz octavo aniversario, querida!». El chatear con él, durante varias horas, me restaba tiempo para dedicárselo a S. Desde hacía un tiempo, mi escritura estaba estancada. En las últimas semanas, se me había hecho imposible irme a la cama sin haber respondido sus mensajes. El día anterior me había dicho que recordaba un conjunto de corpiño y culote negro de encaje que lo excitaba. Según él, solía ponérmelo con un par de zapatos de taco aguja. Aunque no me lo decía, esa provocación lo volvía loco.

Sesión 10

—Bueno, Paul, hoy es nuestra última sesión.

—Tal cual, Ana María. Mañana es la presentación de la novela de Amm. Me voy a personar para que firme mi ejemplar y le diré que soy «por siempre tuyo».

—¿Está preparado para lo que sea que pase?

—Eso espero. Cuando llegué por primera vez a su consultorio, pensé que lo hacía para ayudar a Amalia. Pero terminé dándome cuenta de que era yo quien más necesitaba esa ayuda.

—Todos la precisamos en algún momento de nuestra vida. Solo hay que saber pedirla. Quiero que tenga en cuenta estas tres cosas: primero, está la posibilidad de que ella siga negándose a ver la realidad y continúe en el laberinto que se inventó. Segundo, puede pasar que lo vea y, al saber que es la persona que estuvo tratando de reconquistarla, quiera volver a intentarlo. Tercero, tal vez, al regresar a la realidad, no quiera saber nada más con usted.

—Lo sé. Y estoy dispuesto a aceptar lo que ella quiera, siempre y cuando la haga feliz.

Los nervios me mataban. Debía llegar antes de las 19 al teatro. La presentación comenzaba a las veinte y Olguita había querido que esté una hora antes. ¡Qué mujer! Todo tenía que estar al pie de la letra. Ya me había llamado tres veces a ver cómo venía con mis cosas. Tendría que estar saliendo, pero estaba esperando a S y no llegaba.

—Jazmín, comunicame de nuevo con Amalia —demandó Olga.

—No atiende —respondió, preocupada, la recepcionista.

—Seguí intentando cada cinco minutos hasta que responda.

—Aquí estoy. ¡Olga, por favor, dejame llegar! Qué insistente resultaste, amiga.

—Hace una hora que tendrías que haber estado, Amm. ¿Cómo querés que me ponga?

—¿Lo viste a S?

—¡Por Dios, Amalia, en este momento no me vengas con eso!

—¿A que te referís con «con eso»? —pregunté fastidiada.

—Nada, disculpá. No llegó aún. Está puesta la silla extra que me pediste. Son las 20.30 y no puedo demorar más el evento. ¿Estás lista?

—¿Podemos esperar unos minutitos? Estoy preocupada. Las últimas noches me entretuve más de la cuenta chateando con este tipo y casi no estuve presente.

—Escuchame, Amm, ésta es tu hora. La gente que esta ahí afuera hizo cola para poder ingresar. Se agotaron las entradas y esperan por tu firma. Se los debés. Porque cuando nadie te veía, ellos te hicieron visible. ¡Andando!

Las luces del teatro se encendieron y la gente aplaudió de pie. Dije unas palabras de agradecimiento y empezó a correr un video que tenían preparado. Debajo del escenario, donde había pedido que ubicaran el escritorio con dos sillas, seguía vacío. Una vez que finalizó, la locutora designada relató un párrafo de la novela. Aquel que decía: «La rueda volvió a girar, pero la suerte no estuvo de nuestro lado. El amor nos había encontrado a destiempo. Tal vez, en otro sitio o en otra aurora, nos volvería a unir».

Bajé y me dispuse a firmar los ejemplares y sacarme las fotos. Uno por uno fueron pasando con el libro. Olguita me decía el nombre de la persona y yo escribía la dedicatoria. Me tomaba el tiempo que cada uno requería, porque de algo estaba segura y era que estaba ahí gracias a ellos.

Rosa, Susana, Lorena, Alejandra, María. Miriam, Sabrina, Marina… La lista de nombres era interminable.

Cada tanto miraba la silla contigua; seguía vacía. Traté de vislumbrar su cara en la multitud, pero no lo hallé. Él no estaba allí. Proseguí con las firmas. Olga seguía diciéndome los nombres al oído hasta que escuché: por siempre tuyo… Levanté la vista. Lo hice lento por la emoción que me embargaba. Conocía esos ojos color miel. Me llamó la atención la incipiente barba candado. No estaba de traje ni portaba su acostumbrado maletín. Vestía un jeans con camisa. La seguridad que siempre demostró, en ese momento no se reflejaba en esa boca. Fue cuando me susurró al oído:

—Prometí recuperarte y aquí estoy. Leí cada novela tuya. Me reí y emocioné con tus personajes. Ellos me enseñaron a amarte aún más. A tomarte sin pedir permiso. A desearte sin medida. A dejarte entrar en mi vida y permitirme ingresar en la tuya. Por favor, perdoname estos años que estuve ciego. Dejame demostrártelo, Amm.

No sé qué me pasó. No pude procesar lo que estaba pasando. Por un lado, sabía quién era, pero entonces ¿quién me había cuidado estos meses? ¿En qué brazos me había cobijado? ¿Con quién había hecho el amor? ¿Mis noches en compañía de…? Solo atiné a decir…:

—Por favor, Olga, sacame de aquí.

Le tomó unos segundos excusarme por unos instantes y llevarme tras bambalinas. Una vez ahí, no pude parar de temblar. Un dolor fuerte en el pecho me hizo creer que moriría. Mi mente dio vueltas sin entender lo que pasaba. La vida con Sergei. La vida con Paul. ¿Cuál era real y cuál, fantasía? No quería pensar. No quería sufrir. No quería sentir. No quería…

—Amm, querida, tenés que despertarte. Te traje un café y en un rato vendrá un conocido mío que nos podrá ayudar —dijo Olga corriendo las cortinas de mi habitación, preocupada, ya que, desde lo sucedido el día anterior, no había abierto la boca.

Era el doctor Clauss. Varias veces lo habíamos consultado. Nunca faltaba que alguna de nuestras escritoras se le chiflara un poco el moño. Perdón, quise hacer un chiste y no fue muy apropiado.

—¿Qué hora es? —pregunté, abatida, mirando hacia la ventana.

—Son las doce. Cambiate y bajá al parque. El otoño se ve espectacular.

La consulta con el buen psiquiatra dejó como saldo varias pastillas que debía ingerir. Me anotó cantidades y horarios que debía respetar al pie de la letra. Entre las cosas que escuché decirme, nombró depresión, duelo, fobia, para lo cual recetó sendas dosis de Amitriptilina, Clonazepan, Levomepromazina. Lindo combo para alguien como yo, que lucraba a través de sus fantasías. Pero esa vez me tocaba ser la protagonista principal.

—¿Te traigo algo de almorzar? ¿O preferís un café? ¿Un té? ¿Un mate? Por Dios, Amalia, decime algo —protestó mi amiga ante la impotencia que le generaba mi actitud.

—Sergei nunca existió, ¿verdad?

—No, querida. Solo está en tus libros. Lo siento.

—¿Paul sí es mi esposo?

—Sí, desde hace ocho años.

—La caja que hallé en el placar con ropa de bebé, ¿yo soy…?

—No, Amm, no sos madre.

—Entiendo.

Tuve que reconstruir de a poco en mi mente los huecos que se habían generado. Aquellos cuyo dolor había calado tan hondo como para hacerme perder la realidad.

Una enfermera vino por la mañana hasta la tarde. Me daba la medicación, me obligaba a bañarme y levantarme. ¡Qué pesada! Si supiera que no tenía voluntad de moverme, no me fastidiaría tanto. Olga me llamaba tres veces por día. Y pasaba día por medio a verme. ¿No sé para qué? Porque yo no le contestaba. La muy terca no se daba por vencida nunca. Junto con mi voluntad se había ido la voz, la alegría, la ilusión, las ganas de escribir. TODO. A la noche, el arduo trabajo quedaba en manos del que era mi marido. Aunque, como poco, me obligaba a bajar a hacerlo junto a él en el comedor. Por orden médica, debía tratar de estar lo más lejos posible de la cama, decían que esta no era buena para la depresión. Me sentaba en el sillón mientras miraba cómo preparaba la cena. Pobre, no era muy ducho para eso. A veces, lo que cocinaba se dejaba comer y otras, no tanto. Menos mal que nadie moría de indigestión, si no, ya estaría enterrada. Había adquirido la costumbre de leerme. En ese momento no podía acercarme a un libro. Comenzó con mi primera novela, No se ama sin sufrir. Cada noche, un capítulo distinto. Se animaba a hacer comentarios de los personajes y hasta sugería. Luego me acompañaba a la habitación, me daba las pastillas nocturnas y esperaba que me acostara para ir a su cuarto. Desde que me había encontrado en esa situación, se mudó a mi casa. Agradecí que no me obligara a volver a su jungla.

Esa rutina, que se seguía al pie de la letra, se cumplía sin feriados ni objeciones. Con el correr de los meses, me fui sintiendo un poco mejor, solo un poco. Mis largas siestas donde añoraba a Sergei fueron haciéndose más espaciosas, y, en las noches, donde con cerrar los ojos me transportaba a su cuerpo tibio, ya no sucedía. La medicación y la terapia estaban haciendo efecto. Lo estaba borrando de mi mente. La última vez que recordaba haberlo visto fue una tarde de primavera. Parado en la puerta de casa. De espaldas, con su sobretodo y su sombrero Ushanka. Había alzado la mano y me saludó despidiéndose. Se iba a las estepas rusas. Pero antes de marcharse giró y dijo: «Todo estará bien, mi querida Amm». Fue la última vez que sentí sus labios en mi rostro. Tenía razón mi editora. Nunca debieron terminar juntos. Su amor era imposible. Pertenecían a dos mundos distintos.

Una noche de verano, tomé coraje y, mientras Paul cocinaba, puse los platos en la mesa para la cena. Me abrazó, felicitándome. Tal vez les parezca una ridiculez, pero el poder sentir ganas de hacer algo yo, que estaba saliendo de un infierno, por más ínfimo que fuera, hizo que se encendiera una pequeña esperanza. Otro de los días le pidió la receta de los ravioles a la mamá de su amigo Herman. Mientras amasaba, me relataba lo que había acontecido en su nueva oficina. Después de la discusión con sus padres, había decidido abrirse y comenzar solo. Bueno, no tan solo, su fiel amigo y colega lo secundó como socio. Fue estirando la masa y, entre huevos y harina, tomó un poco de ella y la sopló sobre mi rostro. Me miró esperando una reacción. Metí mi mano en el paquete y, sacando una buena cantidad, hice lo propio. Las carcajadas inundaron la cocina y el ruido de la pava que estaba en el fuego nos sacó de nuestra juerga. Lo besé. Su boca me regaló la más bella de las sonrisas. El siguió amasando y yo preparé el té. Era un paso. Uno inmenso.

Para el fin del verano, ya estaba en condiciones de arreglármelas sola. Sería una prueba de fuego ocuparme de mí.

Paul volvió a su departamento de Capital, le agradecí todo lo que había hecho por mí. Él me trajo a la realidad. Me cuidó y se ocupó todos esos meses. Aunque lo nuestro, como pareja, quedó en compás de espera.

A la noche, después de cenar, me conectaba para hablar por Skype con él. Me encantaba esa nueva modalidad. Nos daba la posibilidad no solo de conversar, sino de vernos. Comentamos nuestro día y debatimos el libro de turno que estábamos leyendo. Todavía no podía sentarme a escribir. Tenía temor. Miedo a volver a enloquecer.

Para marzo, una colega presentaba su quinta novela. Olga pasaría por mí. Sería mi primera salida rodeada de gente del medio. Fuera de los médicos que visitaba y de algún restaurante, mi vida social seguía acotada. Al llegar, divisé a mi esposo. Me alegré por la sorpresa.

—¿No pensaste que dejaría a mi dama sola entre medio de tantos buitres? —Con una sonrisa pícara, me tomó del brazo para ingresar.

—Últimamente no doy nada por sentado —le agradecí. Al terminar y hacer los saludos de rigor, fuimos a cenar.

La noche de Buenos Aires nos bendijo con la brisa que traía el otoño. Faltando unos días para nuestro noveno aniversario, era la primera vez que disfrutaba de una velada fuera de casa, donde el tema de conversación éramos nosotros y solo nosotros. Al rayar la medianoche, me invitó a partir hacia la costa. No supe qué responderle. Algunos recuerdos revoloteaban haciéndome estremecer.

—¿Qué hacemos con la ropa? —pregunté.

—No la vas a necesitar. Es más, pienso quitarte la que traes puesta —contestó con una sonrisa maliciosa que me habría quedado mirando toda la noche. No ahorraba en elogios, y eso me hizo sentir única.

Llegamos con el sol despuntando tras el mar. La cabaña parecía distinta. No sé bien por qué. Había muchas fotos. Distintos momentos vividos. Algunos alegres, otros para el olvido, pero eran reales. Entrando a la habitación, me preguntó:

—¿Estás segura de querer hacerlo? —Su voz varonil me dio seguridad.

—Sí, lo estoy —respondí con miedo a lo que fuese a sentir o, tal vez, lo opuesto.

Con sus labios recorrió mi cuerpo. Desde mi ombligo hasta mis pechos, los besó de manera apasionada. Un intenso escalofrío me hizo temblar, obligándome a sujetarme de él. Despacio, con manos hábiles, me fue desvistiendo. Se excitó por completo al sacarme la última prenda. Había despertado en él una energía inusual. Me tomó en sus brazos y me acostó sobre la cama. Por un momento, abrí los ojos, quería asegurarme de que no era un sueño. Su erección se acentuó al contacto con mi piel. Me separó las piernas y elevó mis caderas. Se inclinó hacia delante para penetrarme. Flexioné las rodillas para acompañar los candentes movimientos. El nivel de excitación era tal que creí que el corazón se me saldría del pecho. Cedieron mis fuerzas ante la potencia del orgasmo. Fue entonces que recordé nuestros primeros años juntos, cuando hacer el amor no era un mero trámite.

—Te amo, Amm, te necesito solo a vos —dijo entre jadeos y susurros.

—Yo también, mi amor. —Su mirada se cruzó con la mía. Algo indescriptible pasó, no sé si fue el modo en que me observaba o la forma en que me poseía. Volvía a ser suya y él lo sentía.

Nos despertamos sobre el mediodía. Paul me trajo la medicación junto con el desayuno. Aún la tomaba. Pedimos delivery y no salimos de la cabaña. Afuera, no había nada que nos interesara.

El lunes temprano regresamos. Nos había quedado corto el fin de semana. Al dejarme, preguntó con voz dulce:

—¿Seguro que querés quedarte aquí?

—Sí, es mi casa —respondí convencida.

—Me gustaría que podamos decir «nuestra». —Con esa frase, dejaba en claro que estaba dispuesto a abandonar la ciudad y vivir en ese lugar conmigo—. Amm, creo que es hora de que estemos juntos. Lo último que quiero es presionarte, pero después de estos días, no puedo seguir separado de vos.

—Yo también lo quiero. Pero necesito aclararte algo. No sé si algún día podré darte un hijo y no quiero vivir con esa presión. Ya no.

—¿No deseas ser madre? —preguntó con voz apesadumbrada.

—Es lo que más deseo. Pero no sé si pueda soportar otro fracaso.

—Estás equivocada, Amalia. Vos no fracasaste. Lo hice yo. Tendría que haber estado a tu lado en cada momento. No debiste pasar sola una situación así.

—Estaba Olguita conmigo. —Sonreí con amargura recordando las distintas ocasiones en que ella había tenido que correr a mi lado.

Esa tarde, un camión de mudanza se paró en la puerta de casa. Paul venía con su auto delante. En poco rato, él con su equipo ordenaron lo que había traído.

—Prepararé la cena —dijo, eufórico, mientras abría la heladera esperando encontrar algún vestigio de comida.

—No, querido. Mejor dejame a mí. —Tenía intenciones de que tuviéramos una noche agitada y no quería que una indigestión nos jugara una mala pasada.

Los días siguientes fuimos poniendo en orden nuestras cosas. Tratando de que lo cotidiano no tapara lo que habíamos descubierto en nosotros.

El domingo 5 de abril había llegado. No era un día más. Era nuestro noveno aniversario. Estaba amaneciendo cuando me despertó.

—¡Felicidades, hermosa! –—Y ese saludo vino acompañado por un torbellino de emociones. Nos estábamos re descubriendo y me encantaba lo que veía. Enseguida sacó de debajo de la cama una caja con un moño gigante. La abrí de prisa. Era una laptop de última generación.

—Para tus próximas historias —dijo mientras me besaba.

—¡Feliz día, mi amor! —contesté abrazada a él. Tomé coraje para separarme de su cuerpo e ir en busca de su regalo.

—Amm, vení a la cama, más tarde me lo das —demandó.

—Toma, es para vos. —Y si bien el presente era algo costoso como un reloj pulsera, no era lo importante. Lo que guardaba con celo junto a la caja sí. Una carta mía para él. Hacía más de un año que no me sentaba a escribir.

—Amalia, ¿te dije cuánto te amo? —En ese momento, abrió el sobre y, al leerla, sus ojos se llenaron de lágrimas. Por respeto a nuestra intimidad, no develaré su contenido. Solo sé que ese día renací como mujer.

—Escúchame preciosa, tengo que hacer un par de cosas durante la mañana. Pero te espero a las 13 en el restaurante en el que estuvimos en su día de la inauguración. ¿Lo recordás?

—¡Claro que lo recuerdo!

—Hay una mesa frente al río reservada para nosotros. Podríamos aprovechar, ya que es domingo de Ramos, y comer algo de pescado. ¿Te gustaría salmón o trucha?

—Me encantaría. 

—¡Lo que quieras, querida! Tomate un remis, así regresamos en mi auto. No llegues tarde, por favor. Bueno, tal vez solo un poco. —Apagando la luz del velador, comenzó a amarme mientras decía—: ¡A ver, mujer, si después de esto todavía me creés muy frío!

En el trayecto, fui con la ventanilla abierta. Me encantaba sentir la brisa del otoño en mi rostro. Un niño que se encontraba parado en un semáforo, limpiando vidrios con su padre, me dio una ramita de olivo. Quise darle una propina y se negó a aceptarla.

—Para su hija —me dijo. Pensé: «ese es el pedazo que le falta a mi alma».

Llegué puntual. Ingresando, Malena, la dueña, me interceptó el paso. Había comprado mi última novela meses atrás y quería que se la firmara. Al ver el nombre en la reservada, se dio cuenta de que era yo. La mesa estaba dispuesta frente a un amplio ventanal donde los tenues rayos de sol se asomaban para observarnos. Paul estaba esperándome con un ramo de flores inmenso compuesto de narcisos, azahares y yerberas. Se lo veía nervioso.

—Sentate, querida. ¿Cómo estuvo tu mañana? —preguntó, inquieto, mientras corría la silla para que la ocupara.

—Bien. Hablé con Olga. Tenemos varias cosas entre manos. Pasaré en breve por la editorial para evaluar por dónde empezamos. Será algo tranquilo, a ver cómo me siento.

—Es una excelente idea. Sabés que contás con mi apoyo. —Sujetó mi mano con tanta fuerza que quedó roja—. Tengo otro regalo para vos. Mejor dicho, para nosotros. Sacó de su morral una carpeta que decía «Trámite de adopción familia Nescovic-Fernández».

—¿Y esto? —No entendía qué pasaba.

—Como solés decir, la portación de apellido sirve. Me llamaron de una de las fundaciones que preside mi familia solicitando una donación. A pesar de no trabajar con mis padres, les hice llegar el cheque y, a los pocos días, me invitaron a un almuerzo de agradecimiento. No pude negarme. Al asistir, me dieron un tour donde había un montón de niños aguardando por el milagro de ser adoptados. Es terrible, Amalia, ver sus caritas tristes esperando como cachorros que les llegue el momento. Todos sabemos que no siempre llega. En medio de mi desazón, una pequeña tomó mi mano. No le entendí lo que me decía. Hablaba extraño. En eso, la directora me comenta: «Se llama María de los Ángeles, tiene tres años e hipoacusia perceptiva. Necesita tratamiento médico, paciencia y, sobre todo, mucho amor».

—Pero vos nunca quisiste adoptar —sonó a reproche, pero juro que no era la intención.

—Lo sé. Al principio, no estaba convencido. Pero cuando esa niña se cruzó, no pude resistirme a alzarla. Cuando pasó su mano por mi cuello para abrazarme, ya era mía, Amm, y no podía hacer nada para evitarlo. Solo falta tu firma en esos papeles, si querés compartir conmigo esta aventura de ser padres. —Mientras terminaba con su relato, mis lágrimas de alegría caían como gotas de rocío.

—Esta mañana fui a verla y le dije que pronto estaríamos con ella.

—¿Cuándo vamos por nuestra hija? —pregunté sonriendo.

—Mañana mismo. Tendremos que ir al juzgado a legitimar la adopción.

—¿Pensás que estará bien? ¿No habrá algún impedimento?

—¡Claro que no! ¿Qué pueden objetar entre un ingeniero frío y una escritora medio loca? Acaso, ¿no somos una familia normal?

Ese día y en ese restaurante llamado Viví tus sueños, había sucedido el más hermoso de los milagros. De alguna forma, habíamos concebido a nuestra hija. Bajo ese otoño hechicero, el juntó mis partes rotas y las volvió a armar. Ya éramos tres en esa mesa. No la llevaba en mi vientre, pero ya estaba en mi corazón.

María de los Ángeles Nescovic es una hermosa niña de piel oscura, cabello ensortijado y grandes ojos. Las primeras semanas nos miraba con desconfianza. Tomó un tiempo para que empezara a confiar en nosotros. La veo tan chiquita que por momentos la apretujaría contra mi pecho para que sienta cuánto la amo. Pero tenemos que darle tiempo y no asustarla, nos dijo la psicóloga. Ama colorear los libros de cuentos. Le encanta que la peine con un rodete. Me dice Amm y señala la muñeca baby para llevar de paseo. Se pone la gorra de las princesas y usa una cartera parecida a la mía. Elije su propia ropa. A veces, cuando estamos por salir, preparo los hermosos zapatos de charol que le compré, pero corre a su cuarto y los cambia por unas zapatillas con luces. Sonríe, sabe que sería incapaz de contradecirla. Prefiere los jeans con brillo a las polleras. Espera que tome los lentes de sol para pedírmelos. Me acompaña a la editorial y a hacer compras. Es mi compañera inseparable. Mi amiga Olga suele llevarla a la calesita que está cerca del restaurante donde solemos ir a almorzar las tres. Es a la única que se lo pide. Poco a poco, permite que la abracemos y la besemos despacio. Las visitas a los especialistas no son sencillas. Está en la edad justa para recibir el implante coclear, y trabajamos en ello. Al salir, un rico helado nos espera como premio antes de llegar a casa. Los viernes vamos por pá (como ella le dice) y nos lleva a almorzar a Súper Hamburguesa. Nos tomamos los tres la tarde libre, donde la plaza es el lugar de paso obligado. Al caer el sol, un rico chocolate caliente nos espera en la confitería. Sí, aquella que tanto nos gusta. Cuando Paul se va a su trabajo, corre a mi habitación y se acuesta conmigo para que le lea un cuento. Con una manita, toma un mechón de mi pelo y hace un rulo. Con la otra, la apoya en mi garganta para sentir la vibración de mi voz. Lee mis labios. Por eso hablo despacio y siempre mirándola a los ojos, para darle tiempo a que ella entienda. Hoy fue la primera vez que me dijo «mamá». En ese instante, me olvidé de las recomendaciones y la rodeé con mis brazos sin reparo. Le hice cosquillas besándola con descarado. Sonrió diciendo: «¡Basta, má!». Ahí toqué el cielo con las manos. A partir de ese momento, nunca más hubo un espacio entre ella y yo.

En esta historia, todos, de algún modo, fuimos salvados. Creo que se lo debo a Sergei. No se asusten, sé que es producto de mi imaginación. Solo que, mirando en retrospectiva, quiero agradecer su intervención en mi locura.

De no haber sido así, seguro hoy no estaría con Paul, no habríamos formado una familia y no me habría realizado como madre. No vivimos en un mundo perfecto. Ni el final es idílico como en mis novelas. Pero es nuestro, y eso, eso es lo único que cuenta.

3 Respuestas a “LIBROS: CRISTINA CUESTA”

  1. Organiza Patricia Lob ? ….. diaria mi abuela «limda piedra pa ra la onda» La obra de Cristina Cuestas le viene de perillas a la ex directora de escuela

    1. pero por supuesto, fue una de las Directoras con más ausetismo, además de ser autoritaria, ofensiva, gritona con todo el mundo. Verla ahora con este emprendimiento, la verdad, que es sorprendente, hasta que le salte la térmica.

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