(Por Datajudicial; Miriam Lewin y propias)
El sitio especializado @datajudicial publicó:
Caso Mónica Garnica Luján: el Tribunal Oral 2 #Quilmes condenó por unanimidad a Miguel Saracho a la pena de prisión perpetua por homicidio agravado por violencia de género en concurso con la relación preexistente de pareja y ensañamiento #Berazategui 14:58 – 28 mayo 2019.
Se trata del caso de una joven estudiante de la UNAJ, hija de bolivianos traídos como esclavos. Fue arrojada al fuego en la navidad de 2017 por su pareja, un aspirante a policía.
El salía con otras mujeres, tuvo un par de criaturas fuera de la pareja, con quien había tenido otros tres; le pegaba a ella. Todo se daba en un marco de pobreza angustiante. Ella lo denunció justo después de que él se anotara para ingresar a la Policía. “Me vas a cagar el laburo”, le habría dicho.
Luego de discutir, la roció con combustible antes de prenderla fuego. Ella recibió ayuda de una vecina que oyó a Mónica: “Fue Miguel”. Por eso, Saracho quedó detenido en la Comisaría 1ª de Berazategui.
Agonizó en el Hospital de Quemados de CABA hasta que murió el 10 de enero de 2018.
Este martes 28 de mayo, los jueces Roumieu, Pereyra y Celestia consideraron que el detenido “arrojó a Mónica Garnica Luján sobre las llamas” en forma voluntaria, pese a que durante el juicio él había argüido que ella se tiró sola.
A continuación, la mejor crónica sobre el caso, escrita por una colega en la web de TN.
Huérfanos del femicidio: una abuela necesita que se cumpla la Ley Brisa para darles de comer a sus nietos
(Por Miriam Lewin, 23/3/2019)
Giovanna Luján sale a la esquina de su casa en Varela, sobre la calle de tierra de un asentamiento. Tiene 45 años y es madre de tres hijos a los que dedicó su vida. Una vida dura, que le deparó varios golpes. El primero fue haber llegado al país con su marido desde su Bolivia natal traídos por una organización de trata de personas que tenía la intención de esclavizarlos. El segundo, más reciente el femicidio de la mayor de sus hijas, Mónica Garnica, que le dejó tres nietos que la llaman mamá.
Cuando entra a la cocina de la casa precaria que comparte con su familia, los chicos –de 8, 5 y 3 años– hacen los deberes y dibujan sobre la mesa. No quiere hablar delante de ellos de temas que los angustien, así que los convence de que suspendan la tarea y salgan a jugar.
El relato comienza a partir de la ilusión con la que esta nativa de La Paz y su marido, de Potosí, decidieron emigrar a una tierra de promesas, la Argentina. Fueron engañados. La obligaron a mantenerse encerrada en una piecita mientras su marido trabajaba doce horas por monedas en un taller de costura en Ezpeleta.
«Me decían que no me dejara ver por la Policía, porque me iban a deportar. Así que yo no salía nunca, casi no veía el sol y hasta lavaba la ropa adentro«, recuerda. No era el único problema. Cuando inscribió a sus hijos en la escuela, tuvo que defenderlos de la discriminación y hasta de las amenazas de sus compañeros. «¿Por qué discriminan tanto, por qué no dan clases para que no ocurra?«, les pedía a los maestros.
La plata no les alcanzaba y los chicos iban a un comedor. Allí le aseguraron que el peligro de deportación era una mentira de los tratantes de personas para mantenerlos sojuzgados y explotados. Su marido pudo conseguir otro trabajo y, ella, salir sin temor por primera vez.
Su cotidianeidad cambió. Pudieron alquilar una vivienda. Su hija mayor, Mónica, empezó a cursar la secundaria y a «noviar» con un chico de su edad, Miguel Saracho. Giovanna lo conocía; tenía de él un buen concepto. Sabía que trabajaba como changarín y mantenía a sus hermanos menores, porque «el padre los había abandonado«.
Mónica quedó embarazada a los 17 años. Tuvo miedo de su mamá, y al principio no le reveló quién era el padre. Cuando lo supo, Giovanna fue a hablar con su consuegra. Quiso comprometerla a que ella y su hijo se hicieran cargo, «como correspondía. Pero ni siquiera la acompañaban a Mónica al control en la salita cuando yo no podía. No era gente de fiar«, lamenta.
Los primeros dos años, Mónica y Miguel siguieron viéndose. Él no aportaba dinero para su hijo ni lo visitaba. La excusa era que «le tenía miedo» a Giovanna. Cuando la pareja decidió convivir, terminó haciéndolo con la familia de él. Giovanna fue a ver a su consuegra para encargarle que cuidara a su hija.
Mónica era muy joven, pero tenía un profundo sentido de la responsabilidad. Trabajaba en el mercado de verduras de la zona para pagar los gastos y, por la noche, estudiaba. Los fines de semana, conseguía trabajo de moza en eventos. «Yo soy mamá y me hago cargo«, repetía. Pronto, se recibió de bachiller.
Giovanna estaba orgullosa, pero quería aconsejarla: «No te llenes de hijos, porque eso te va a complicar«. Pero después de un tiempo, Mónica quedó embarazada, esta vez de una nena. «No te preocupes, mami, vos decís que no voy a poder, pero puedo«, la calmaba su hija.
Decidió ir a la Universidad. Quería hacer lo que no había podido su padre –que había debido abandonar la carrera–. A los meses, le contó: «Son muchos años, mamá, voy a estudiar una carrera más corta para poder trabajar y después sí, voy a ser médica«. Empezó la Licenciatura en Organización de Quirófano en la Universidad Nacional Arturo Jauretche, en el Cruce Varela.
Llegó el tercer embarazo, pero Mónica siguió. «Iba con la panza a la Facultad, estudiaba y trabajaba«, recuerda Giovanna con admiración. «A veces a los chicos se los cuidaba yo, otras una niñera o la suegra«, agrega.
También incentivó a Miguel para que terminara el secundario. Él lo hizo, y planeaba entrar a la Policía, para tener un trabajo estable. Había perdido el que tenía en un bar porque cerró. Con la indemnización, le ayudó a terminar la casa a su madre.
Mónica pidió un préstamo a su empleadora para construirse una casita de material en el mismo terreno. «Lo hizo con sacrificio para que sus hijos estuvieran bien, y salió todo de su bolsillo, de su trabajo. A veces me pedía que le prestara, para los ladrillos para el cemento«, se emociona su mamá.
Giovanna vivía lejos de Mónica. Cuando la visitaba, notaba que su yerno se ponía incómodo. Empezó a ver que su hija tenía marcas: en los brazos, en el cuello. Cuando le preguntaba, ella ponía excusas. Una vez, la vio con un ojo en compota. «Discutimos y se nos fue de las manos«, era la excusa que la hija daba.
El nieto mayor de Giovanna le contaba: «Mi papá casi la mata a mi mamá, y yo le fui a pedir ayuda a la abuela. Pero no digas que sabés, porque papá me va a pegar«, le advertía.
Giovanna no sabía qué hacer. Mónica le reveló que Miguel había tenido dos hijos fuera de la pareja. La primera, una nena que ella llegó a recibir en su casa. «Los chicos no tienen la culpa de lo que hacemos los grandes«, se justificaba. Otro, un varón con una amiga de ella. La angustiaba recibir llamadas de una mujer que la insultaba y le decía que permitiera que Miguel se fuera a vivir con ella.
Ella empezó a dejarle los chicos por largas temporadas. Hoy Giovanna piensa que no quería que fueran testigos de la violencia que sufría. O quizás fuera verdad que necesitaba tranquilidad para preparar materias como Mónica argumentaba.
Para la Navidad del 2017, Mónica le dijo que iba a comprarle una tablet a cada chico. Giovanna iba a participar del regalo, aunque le recriminó que era muy caro. Pero para ella, que sus hijos tuvieran acceso a la tecnología era abrirles las puertas del mundo del saber; el gasto valía la pena.
Iban a pasar Nochebuena todos juntos. «Venite temprano, no me dejen sola preparando todo para la cena«, le pidió su mamá. Mónica no apareció. No contestaba el celular. A la una, Giovanna recibió una llamada de una desconocida que le informaba que su hija había tenido un accidente y se había quemado. «Seguro que fue en la cocina, yo le pedí que tuviera cuidado«, se preocupó.
Cuando llegó al Hospital se enteró de la gravedad del «accidente«. La primera versión de Miguel fue que había descubierto una foto desnuda que Mónica le había mandado a un compañero de la facultad, que había rociado su ropa con alcohol para prenderlas fuego. La chica se habría quemado cuando se arrojó sobre las prendas en llamas para apagarlas.
Fue detenido.
La vecina que había llamado a Giovanna le reveló que veía cómo Miguel la arrastraba del cabello y cómo su suegra y su cuñada le pegaban. Mientras esperaban a la ambulancia, ella se acercó a Mónica que le pidió que se comunicara con su madre y le dio el número con sus últimas fuerzas.
«Yo me puse como loca, quise golpear a la familia de él. No podía creer que mi hija estuviera así. Ella se hinchó después, no era mi hija, parecía un monstruo«, solloza. «Él la quemó viva«, Mónica peleó contra la muerte, pero falleció días más tarde.
«Yo me la tendría que haber traído para mi casa. La tendría viva ahora. Mi marido le había construido una pieza porque ella había dicho que se quería volver con nosotros y dejar a Miguel. Las chicas de una iglesia evangélica adonde iba la habían acompañado a hacer una denuncia, pero él la convenció de que la retirara para que pudiera entrar a la Policía y progresar«, se desespera.
La ayuda y el reconocimiento de la Universidad donde estudiaba Mónica no estuvieron ausentes. Hay una placa con su nombre en un aula; directivos, profesores y compañeros le trajeron la imagen de su hija: una estudiante abnegada, que se habría recibido este año.
Comidita de barro y pasto
Los hijos de Mónica Garnica están bien desde lo psicológico. Creen que su mamá está en el cielo y señalan alguna estrella, desde donde ella los vigila, «para ver si estudian y se portan bien«, sonríe Giovanna. «Mi mamá estudiaba mucho«, repite el mayor.
Pero las necesidades son extremas. No hubo regalos esta Nochebuena, ni comida en la mesa. «Hay días en que no comemos. Los chicos comen en la escuela«, señala. Su marido, abuelo de los chicos, trabajaba en una imprenta que quebró. El próximo es el último mes en que cobrará el subsidio por desempleo. «Ya se había quedado desocupado antes de la muerte de Mónica, y ella se preocupaba por conseguirle algo. Pero es difícil que alguien lo tome a los 50 años. A veces, surge alguna changa«, susurra, como avergonzada.
Los tres hijos de Mónica, que carecen de lo indispensable, tienen derecho a cobrar una jubilación mínima cada uno gracias a la Ley Brisa. También a una cobertura de salud hasta los 21 años. Estos beneficios se podrían sumar a la asignación universal por hijo. Sin embargo, los trámites se demoran.
Cuando Giovanna y su marido iniciaron el proceso de guarda de los menores en la Defensoría de la zona, la funcionaria les preguntó si no querían «volverse a su país«. Ella estaba tan devastada que no contestó. Se sintió discriminada, una vez más. No recibió orientación adecuada, y la burocracia es un laberinto. Problemas con un cambio de apellido de su yerno, que fue reconocido por su padre cuando era mayor de edad, complican las cosas.
Las necesidades no esperan. A pesar de la ayuda del programa Acceso a la Justicia, lo que les corresponde como derecho a los chicos no llega. Mientras, juegan cocinando «comidita» de agua, tierra y pasto en la entrada de la casilla de un asentamiento de Varela.
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