SOBREVIVIR AL HOLOCAUSTO

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Eugenia Unger relata su adolescencia en manos del nazismo y la tragedia del Holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial. Sobrevivir después de la muerte… La entrevista de un berazateguense.

Por Andrés Díaz

“Estuve en el Gueto de Varsovia tres años, pasé por seis campos de exterminio, estuve un año y medio en Auschwitz, me tocó la Marcha de la Muerte. ¿Qué no me hicieron los nazis?”, comienza Eugenia Unger, nacida en Varsovia en 1926. Sobreviviente del Holocausto, es una de las tantas historias que merecen ser conocidas para no olvidarse del pasado y mantener ese legado, del ‘prohibido olvidar’. Con 13 años, al momento del estallido de la Segunda Guerra Mundial, vivía con sus tres hermanos y sus padres, quienes tenían una posición económica estable apacible en Polonia.

Su niñez fue arrasada por la maldad y el odio hacia los judíos, que ya se vislumbraba, acrecentada con el ascenso del nazismo, proyectado en su líder, Adolf Hitler, quien utilizó su política racial de la supremacía de la raza aria para enardecer a las masas, y embestir a cualquiera que se opusiera. El 1° de septiembre de 1939, Alemania invadió tierras polacas. No obstante, el avance implacable de las Wehrmacht no fue asimilado por los pobladores.

“Primero dijeron que nunca nos iban a invadir, pero lo hicieron. Después, en ningún momento se pensó que iban a ser tan crueles, tan asesinos. No tengo palabras para esas basuras. Escribo y escribo, pero nunca termino de escribir lo que hay dentro mío… Cuando entraron a casa nos dijeron: ‘salgan de acá’. Mi mamá me dijo que ponga alguna ropita adentro del bolso, y yo lo único que puse fue una muñeca… Era una niña”

Lo recuerda, mientras habla en alemán traduciendo al castellano y su enfado florece natural. Y de la noche a la mañana, Eugenia tuvo que aprender a convivir con el infierno. Primero los despojos, las persecuciones; después, los obligados traslados al Gueto de Varsovia. Destinados a confinarse en un terreno superpoblado, Eugenia, junto a su familia, atravesó el hacinamiento, el hambre, las enfermedades, y la muerte:

“La gente se moría de hambre en las calles. Había montón de cuerpos tirados llenos de moscas. De noche venía una persona con un carrito y los juntaba como bolsas de papas. Después los tiraban en pozos enormes y le echaban una especie de desinfectante”.

Cada vez que suelta una palabra sobre lo sucedido, desentierra el horror de su mente:

“Una vez vino un primito mío llorando y me dijo que su hermano le había comido la mitad de la mano porque tenía hambre”.

Acongojada, aunque con firmeza, recuerda a los valientes que lucharon en el levantamiento del Gueto, que desencadenó en la aniquilación casi total de los habitantes.

“Mi padre tenía diez hermanos y mi mamá ocho. Todos estaban casados, con hijos. Era una familia de 60 personas, a las que fui perdiendo uno por uno. Mis hermanos lucharon en el levantamiento, y no los volví a ver. No quiero saber lo que les pasó. Hay una lista que tienen en Alemania, saben todo. Nombre, apellido, adónde se lo llevaron. No quiero llegar tan al fondo de todo esto”.

Al tiempo que lo cuenta, comienza a vaciarse de lágrimas.

Luego de su paso por el Gueto, Eugenia fue deportada junto a su madre a los campos de concentración. Pasó por seis: Lublin-Majdanek, Auschwitz-Birkenau, Rejlin, Resov, Malajov y Rabensbrück.

Llegó a Majdanek, fue sometida a trabajos forzados antes de su traslado a Auschwitz. Para entonces, ya había enterrado su niñez, su hogar, su felicidad… De repente, recuerda el nombre de un checoslovaco, Wili Gotsztejn, a quien le agradece, erguida y mirando al cielo, porque admite que vive gracias a él.

“Me vio y se acercó al galpón donde yo estaba. Me llamó de la ventana. Era un muchacho tan lindo, ojos azules, rubio. Yo tenía miedo porque vi un nazi cerca, pero me aclaró que le pagó, por lo que me acerqué sin problemas. ‘Te van a llevar a Auschwitz. Ahí está mi familia, anota nombre y apellido, di que hablaste conmigo, ellos te van a ayudar por ser nueva. Después de la guerra ven a buscarme, soy checoslovaco’”.

“Cuando llegué los busqué, les pedí comida, y un sweater, porque tenía frio, como ahora“, asimila con estupor, como si el pasado regresara para atormentarla. “Terminó la guerra y fui a Checoslovaquia a buscar a Wili, pero encontré a sus hermanas. Me dijeron que lo quemaron en Majdanek. Yo cumplí, fui a buscarlo”.

Tras la ‘Solución Final’ decretada en la Conferencia de Wannsee en el amanecer de 1942, el campo de exterminio Auschwitz-Birkenau eliminó de la faz de la tierra a más de 1.500.000 judíos mediante fusilamientos, torturas inimaginables y cientos de actividades en las cámaras de gas. Sobre su desembarco, detalla horrorizada:

“Fue un estrés tan grande verse como un hombre siendo una niña. Cuando llegué me raparon y nos llevaron a una barranca, donde pusieron baldes para hacer las necesidades. Nos mirábamos unos a otros y no nos reconocíamos. Parecíamos monos. Cuando querías hacer las necesidades tenías vergüenza porque pensabas que eran todos hombres”.

Su numeración en el campo fue 48914; el cual conserva tatuado en su brazo izquierdo. Lo muestra, arremangándose su camisa. Y allí está, desteñido por el pasar de los años, con el triángulo por debajo, símbolo de que quien lo porta es judío. “Me marcaron, me quitaron la ropa y me pusieron unos pantalones más largos que yo, con suecos de madera. Tenía 14 años”, detalla, con voz resquebrajada.

Auschwitz se transformó para Eugenia, su madre y millones de judíos más, en un sufrimiento inagotable y empecinado, que logró destruir el último vestigio de dignidad. Se quiebra, junta sus manos, mira al suelo, e intenta describir las peores atrocidades llevadas a cabo por los nazis:

“Viví ahí viendo cómo quemaban vivos a los chicos y los tiraban a los pozos, o los agarraban de las piernitas y le rompían la cabeza contra la pared. Las chicas que venían de Grecia las llevaban a una mesa y vivas les arrancaban los ovarios. A los hombres les sacaban los genitales. Una vez me llevaron a limpiar un galpón, entré y vi chicos colgados como unos pollos… estaban haciendo experimentos. Estaban ahorcados, de todos colores… amarillo, verde, violeta. Dije, Dios mío ¡¿Dónde estás?!”

Vi chicos colgados como pollos… ahorcados, de todos colores… amarillo, verde, violeta.

Entre lágrimas, Eugenia cuenta cómo eran sus días en el lugar más oscuro del planeta:

“El único remedio en Auschwitz era la orina. Nos bañábamos en orina, tomábamos orina. Comí carne humana, comí ratas. Uno cuando tiene hambre come lo que sea. Allí también aprendí alemán, porque si no te entendían te rompían en cien mil pedazos. Dormíamos uno arriba del otro. Muchas veces me levantaba a la noche y decía ‘corré los pies, corré las manos’… Pobre, estaban muertos. Pero dormía, porque así tenía calor, si no había ni frazadas. Ahí también tenías que trabajar… día y noche. Hice bombas, granadas, aviones, antiaéreos, canalizaciones de desechos”.

“Te mataban a cadenazos, había cámaras de torturas. Ellos decían que las duchas dentro de las cámaras de gas eran para bañarse, y cuando la gente entraba, abrían las duchas con Ziklon B; después los metían dentro de los crematorios. Estuve cientos de veces frente a las cámaras. Iba a entrar”, narra, sintiendo que siempre tuvo un ángel que la resguardó: “pesaba 27 kilos, tuve diarrea, tifoidea, neumonía, bronquitis. A veces me pregunto cómo hice para sobrevivir”.

En los primeros días de 1945, y ante la desesperación de los nazis por escapar del avance soviético, el éxodo comenzó: La Marcha de la Muerte. Cientos de kilómetros por caminar, bajo el glacial frío y la crueldad de las últimas horas de guerra. Durante el desenlace, la degradación revelaba el desperdicio de la humanidad: «los rusos y americanos nos decían ‘yo te liberé, tengo derecho de hacer contigo lo que quiero’. Me escondía, me ponía carbón en mi cara para que no abusaran de mí también”.

Eugenia pudo escapar de las manos alemanas, sin embargo, el final de la guerra no fue la liberación, y miles de judíos no tenían a dónde ir:

“Nadie nos quería en su país. Pasé por Hungría, Checoslovaquia. En Italia conocí a David Unger, quien luego sería mi esposo. Él participo del levantamiento de Varsovia. Allí tuve mi primer hijo. Quería tener algo vivo después de tanta muerte. Llegué a la Argentina cuatro años después de la guerra. No fue fácil. El gobierno de Perón no nos quería, y mientras les hacían trámites a los nazis para que escapasen, yo dormía en la calle con mi bebé. No tenía pañales, tenía que ponerle papel”.

Desde su llegada a la Argentina, la supervivencia en un lugar desconocido se forjó mediante el trabajo.

“No tengo idea cómo pude juntar los pedacitos de mí para hacer una familia. Mi esposo nunca quiso hablar. A mí me cuesta años de vida hablar esto, porque lo hablo con el alma. Mis hijos no quieren saber nada, han sufrido. Ellos son pedazos de la guerra. Dios me devolvió parte de lo que me sacó, con mis hijos, mis nietos y mis bisnietos”

Lo expresa, agradeciendo que todavía sigue con vida.

Hoy, es Personalidad Destaca de los Derechos Humanos de la Ciudad de Buenos Aires y fundadora del Museo del Holocausto en Buenos Aires; y a pesar de que sus heridas siguen abiertas, envía un mensaje para no olvidar la peor tragedia de la historia, recordar a las víctimas y reflexionar:

“Todos tenemos derecho de vivir en este planeta. Queremos la paz para todo el mundo. No quiero más guerra, porque es un bicho que mata, viola y quema sin derechos. Esta es la palabra de una sobreviviente que desde los 13 años pasó penurias. Ojalá que nunca más pase esto. Todos tenemos derecho a vivir”.

Por último, el silencio que no guardó en estos años, se reduce en una respuesta:

“Me llamaron una vez para hacer una película. Querían visitar Auschwitz y que yo esté con ellos. Pero no quiero… Nunca más vuelvo a ese lugar”.

Archivo CIB:

2020

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